En la ceremonia de bienvenida el Papa subraya el valor de la libertad en Estados Unidos,
donde las creencias religiosas han sido una constante inspiración y una fuerza orientadora
en momentos determinantes de la historia de la nación
Miércoles, 16 abr (RV).- Benedicto XVI ha comenzado su primera jornada en Estados
Unidos con una ceremonia en la Casa Blanca de Washington, donde el presidente George
Bush y su esposa, así como autoridades civiles, políticas y religiosas han dado la
bienvenida al Santo Padre, que precisamente hoy cumple 81 años.
Crónica
de la ceremonia de bienvenida
El
discurso del Santo Padre se ha estructurado fundamentalmente en torno al concepto
de la libertad “que no es sólo un don, sino también una llamada a la responsabilidad
personal”. Y de hecho casi todas las ciudades de este País tienen monumentos en honor
a cuantos han sacrificado su vida en defensa de la libertad.
“La defensa de
la libertad –ha subrayado Benedicto XVI- es una llamada a cultivar la virtud, la autodisciplina,
el sacrificio por el bien común y un sentido de responsabilidad ante los menos afortunados.
Además, exige el valor de empeñarse en la vida civil, llevando las propias creencias
religiosas y los valores más profundos a un debate público razonable. En una palabra,
la libertad es siempre nueva. Se trata de un desafío que se plantea a cada generación,
y ha de ser ganado constantemente en favor de la causa del bien (cf. Spe salvi, 24)”.
Y en este contexto el Papa ha recordado a Juan Pablo II, quien reflexionando sobre
“la victoria espiritual de la libertad sobre el totalitarismo en su Polonia nativa
y en Europa oriental, nos recordó que la historia demuestra en muchas ocasiones que
«en un mundo sin verdad la libertad pierde su fundamento», y que una democracia sin
valores puede perder su propia alma (cf. Centesimus annus, 46).
Recordando
que los Estados Unidos América han desempeñado desde hace más de un siglo un papel
importante en la comunidad internacional, el Santo Padre ha dado especial relevancia
a su visita, el viernes próximo, a la Organización de las Naciones Unidas. Allí el
Papa espera alentar los esfuerzos que se están haciendo para dar a esa institución
una voz todavía más eficaz en favor de las expectativas legítimas de todos los pueblos
del mundo. En el 60° aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre,
Benedicto XVI ha evidenciado la exigencia de una solidaridad global que es más urgente
que nunca, si se quiere que todos puedan vivir de acuerdo con su dignidad, como hermanos
y hermanas que habitan en una misma casa, alrededor de la mesa que la bondad de Dios
ha preparado por todos sus hijos.
“América se ha mostrado siempre generosa
en salir al encuentro de las necesidades humanas inmediatas, promoviendo el desarrollo
y ofreciendo alivio a las víctimas de las catástrofes naturales. Tengo la confianza
de que esta preocupación por la gran familia humana seguirá manifestándose con el
apoyo a los esfuerzos pacientes de la diplomacia internacional orientados a solucionar
los conflictos y a promover el progreso. Así, las generaciones futuras podrán vivir
en un mundo en el que florezca la verdad, la libertad y la justicia, un mundo donde
la dignidad y los derechos dados por Dios a cada hombre, mujer y niño, sean tenidos
en consideración, protegidos y promovidos eficazmente”.
La llegada del Santo
Padre a Estados Unidos, como él mismo ha subrayado coincide con un momento importante
de la vida de la comunidad católica en América, como es la celebración del segundo
centenario de la elevación de la primera diócesis del País, Baltimore, a Archidiócesis
metropolitana, y la fundación de las sedes de Nueva York, Boston, Filadelfia y Louisville.
“Al comenzar mi visita, confío en que mi presencia pueda ser fuente de renovación
y esperanza para la Iglesia en los Estados Unidos y refuerce la voluntad de los católicos
de contribuir más responsablemente aún a la vida de la Nación, de la que están orgullosos
de ser ciudadanos”.
Ya desde los albores de la República, la búsqueda de libertad
de América ha sido guiada por la convicción de que los principios que gobiernan la
vida política y social están íntimamente relacionados con un orden moral, basado en
la señoría de Dios Creador. Los redactores de los documentos constitutivos de esta
Nación se basaron en esta convicción al proclamar la “verdad evidente por sí misma”
de que todos los hombres han sido creados iguales y dotados de derechos inalienables,
fundados en la ley natural y en el Dios de esta naturaleza. El curso de la historia
americana demuestra las dificultades, las luchas y la gran determinación intelectual
y moral que han sido necesarias para formar una sociedad que incorporara fielmente
estos nobles principios. A lo largo de ese proceso, que ha plasmado el alma de la
Nación, las creencias religiosas fueron una constante inspiración y una fuerza orientadora,
como, por ejemplo, en la lucha contra la esclavitud y en el movimiento en favor de
los derechos civiles.
Benedicto XVI ha expresado su deseo de encontrarse no
solo con la comunidad católica de América, sino también con otras comunidades cristianas
y representaciones de las numerosas tradiciones religiosas presentes en este País.
En el mismo contexto el Papa ha alabado cómo “históricamente todos los creyentes han
encontrado aquí la libertad de adorar a Dios según los dictámenes de su conciencia”.
“Ahora que la Nación tiene que afrontar cuestiones políticas y éticas cada vez más
complejas, -ha añadido el Pontífice- confío que los americanos encuentran en sus creencias
religiosas una fuente preciosa de discernimiento y una inspiración para buscar un
diálogo razonable, responsable y respetuoso en el esfuerzo de edificar una sociedad
más humana y más libre”.
DISCURSO COMPLETO
Señor
Presidente: Gracias por las amables palabras de bienvenida
en nombre del pueblo de los Estados Unidos de América. Aprecio profundamente su invitación
a visitar este gran País. Mi llegada coincide con un momento importante de la vida
de la comunidad católica en América, como es la celebración del segundo centenario
de la elevación de la primera diócesis del País, Baltimore, a Archidiócesis metropolitana,
y la fundación de las sedes de Nueva York, Boston, Filadelfia y Louisville. También
me siento dichoso de ser huésped de todos los americanos. Vengo como amigo y anunciador
del Evangelio, como uno que tiene gran respeto por esta vasta sociedad pluralista.
Los católicos americanos han ofrecido y siguen ofreciendo una excelente contribución
a la vida de su País. Al comenzar mi visita, confío en que mi presencia pueda ser
fuente de renovación y esperanza para la Iglesia en los Estados Unidos y refuerce
la voluntad de los católicos de contribuir más responsablemente aún a la vida de la
Nación, de la que están orgullosos de ser ciudadanos.
Ya
desde los albores de la República, la búsqueda de libertad de América ha sido guiada
por la convicción de que los principios que gobiernan la vida política y social están
íntimamente relacionados con un orden moral, basado en la señoría de Dios Creador.
Los redactores de los documentos constitutivos de esta Nación se basaron en esta convicción
al proclamar la “verdad evidente por sí misma” de que todos los hombres han sido creados
iguales y dotados de derechos inalienables, fundados en la ley natural y en el Dios
de esta naturaleza. El curso de la historia americana demuestra las dificultades,
las luchas y la gran determinación intelectual y moral que han sido necesarias para
formar una sociedad que incorporara fielmente estos nobles principios. A lo largo
de ese proceso, que ha plasmado el alma de la Nación, las creencias religiosas fueron
una constante inspiración y una fuerza orientadora, como, por ejemplo, en la lucha
contra la esclavitud y en el movimiento en favor de los derechos civiles. También
en nuestro tiempo, especialmente en los momentos de crisis, los americanos siguen
encontrando energía en sí mismos adhiriéndose a este patrimonio de ideales y aspiraciones
compartidos.
En los próximos días, espero encontrarme
no solamente con la comunidad católica de América, sino también con otras comunidades
cristianas y representaciones de las numerosas tradiciones religiosas presentes en
este País. Históricamente, no sólo los católicos, sino todos los creyentes han encontrado
aquí la libertad de adorar a Dios según los dictámenes de su conciencia, siendo aceptados
al mismo tiempo como parte de una confederación en la que cada individuo y cada grupo
puede hacer oír su propia voz. Ahora que la Nación tiene que afrontar cuestiones políticas
y éticas cada vez más complejas, confío que los americanos encuentran en sus creencias
religiosas una fuente preciosa de discernimiento y una inspiración para buscar un
diálogo razonable, responsable y respetuoso en el esfuerzo de edificar una sociedad
más humana y más libre.
La libertad no es sólo
un don, sino también una llamada a la responsabilidad personal. Los americanos lo
saben por experiencia: casi todas las ciudades de este País tienen monumentos en honor
a cuantos han sacrificado su vida en defensa de la libertad, tanto en su propia tierra
como en otros lugares. La defensa de la libertad es una llamada a cultivar la virtud,
la autodisciplina, el sacrificio por el bien común y un sentido de responsabilidad
ante los menos afortunados. Además, exige el valor de empeñarse en la vida civil,
llevando las propias creencias religiosas y los valores más profundos a un debate
público razonable. En una palabra, la libertad es siempre nueva. Se trata de un desafío
que se plantea a cada generación, y ha de ser ganado constantemente en favor de la
causa del bien (cf. Spe salvi, 24). Pocos han entendido esto tan claramente como el
Papa Juan Pablo II, de venerada memoria. Al reflexionar sobre la victoria espiritual
de la libertad sobre el totalitarismo en su Polonia nativa y en Europa oriental, nos
recordó que la historia demuestra en muchas ocasiones que «en un mundo sin verdad
la libertad pierde su fundamento», y que una democracia sin valores puede perder su
propia alma (cf. Centesimus annus, 46). En estas palabras proféticas resuena de algún
modo la convicción del Presidente Washington, expresada en su discurso de despedida,
de que la religión y la moralidad son «soportes indispensables» para la prosperidad
política.
Por su parte, la Iglesia desea contribuir
a la construcción de un mundo cada vez más digno de la persona humana, creada a imagen
y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27). Está convencida de que la fe proyecta una luz
nueva sobre todas las cosas, y que el Evangelio revela la noble vocación y el destino
sublime de todo hombre y mujer (cf. Gaudium et spes, 10). La fe, además, nos ofrece
la fuerza para responder a nuestra alta vocación y la esperanza que nos lleva a trabajar
por una sociedad cada vez más justa y fraterna. Como vuestros Padres fundadores bien
sabían, la democracia sólo puede florecer cuando los líderes políticos, y los que
ellos representan, son guiados por la verdad y aplican la sabiduría, que nace de firmes
principios morales, a las decisiones que conciernen la vida y el futuro de la Nación.
Los Estados Unidos América han desempeñado desde
hace más de un siglo un papel importante en la comunidad internacional. El viernes
próximo, si Dios quiere, tendré el honor de dirigir la palabra a la Organización de
las Naciones Unidas, donde espero alentar los esfuerzos que se están haciendo para
dar a esa institución una voz todavía más eficaz en favor de las expectativas legítimas
de todos los pueblos del mundo. A este respecto, en el 60° aniversario de la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre, la exigencia de una solidaridad global es más
urgente que nunca, si se quiere que todos puedan vivir de acuerdo con su dignidad,
como hermanos y hermanas que habitan en una misma casa, alrededor de la mesa que la
bondad de Dios ha preparado por todos sus hijos. América se ha mostrado siempre generosa
en salir al encuentro de las necesidades humanas inmediatas, promoviendo el desarrollo
y ofreciendo alivio a las víctimas de las catástrofes naturales. Tengo la confianza
de que esta preocupación por la gran familia humana seguirá manifestándose con el
apoyo a los esfuerzos pacientes de la diplomacia internacional orientados a solucionar
los conflictos y a promover el progreso. Así, las generaciones futuras podrán vivir
en un mundo en el que florezca la verdad, la libertad y la justicia, un mundo donde
la dignidad y los derechos dados por Dios a cada hombre, mujer y niño, sean tenidos
en consideración, protegidos y promovidos eficazmente.
Señor
Presidente, queridos amigos: al comenzar mi visita en los Estados Unidos, deseo expresar
un vez más mi gratitud por su invitación, mi alegría por encontrarme entre vosotros
y mi oración ferviente para que Dios Omnipotente fortalezca a esta Nación y a su pueblo
en el camino de la justicia, la prosperidad y la paz. ¡Que Dios bendiga a América!