Benedicto XVI recuerda a Juan Pablo II en tercer aniversario de su muerte y elogia
un pontificado que testimonió al mundo la misericordia de Cristo Resucitado
Miércoles, 2 abr (RV).- Benedicto XVI ha presidido esta mañana a las 10 y media
en la plaza de san Pedro -en el día que se cumple el tercer aniversario de la muerte
del Siervo de Dios Juan Pablo II- la Santa Misa, inaugurando a la vez el primer Congreso
Mundial de la Divina Misericordia. Han participado en la solemne liturgia eucarística
más de 60 mil fieles procedentes de todas las partes del mundo para reflexionar una
vez más -por medio de las palabras del amigo y sucesor al solio petrino- sobre el
testimonio dejado a la Iglesia por el Papa Wojtyla.
En la homilía, el Santo
Padre ha entrelazado, en una bella intuición, las imágenes de la Cruz empuñada con
decisión por Juan Pablo, el hombre infatigable en el cuerpo y en el espíritu, que
la llevará a los cuatro puntos cardinales de la tierra. Junto a las imágenes de la
Cruz sujetada como último asidero por el hombre debilitado en el cuerpo, pero no en
el espíritu, que está por volver a la casa del Padre. Dos imágenes que cuentan por
sí solas el inicio y el final de un extraordinario Pontificado. Cruz y Resurrección:
que según Benedicto XVI son la llave de lectura para comprender quien ha sido Juan
Pablo II para gran parte de la humanidad:
“En verdad podemos leer toda la vida
de mi amado Predecesor, en particular su ministerio petrino, en el signo de Cristo
Resucitado. Él nutría una fe extraordinaria en Él, y con Él mantenía una conversación
íntima, singular e ininterrumpida. Entre tantas cualidades humanas y sobrenaturales,
tenía también aquella de una excepcional sensibilidad espiritual y mística. Bastaba
sólo observarle cuando rezaba: se sumergía literalmente en Dios y parecía que todo
los demás en aquellos momentos no existiera”.
Pero el roble sólido de esta
cualidad, que pronto hizo que fuera admirado y amado el Papa llegado de un país lejano,
hundía las raíces en sufrimientos que no fueron ahorrados a Juan Pablo II, ni antes
ni después de su llamada a ser siervo de los Siervos de Dios. “Desde niño” -ha observado
Benedicto XVI- Karol Wojtyla encontró en su camino, en su familia y en su pueblo la
cruz:
“Muy pronto decidió llevarla junto con Jesús, siguiendo sus huellas.
Quiso ser su fiel servidor hasta acoger la llamada al sacerdocio como don y compromiso
de toda la vida. Con Él vivió y con Él quiso también morir”.
Hoy como hace
tres años -ha proseguido Benedicto XVI- la Iglesia está inmersa en el clima espiritual
de la Pascua y la lectura de la Misa de sufragio ha propuesto de nuevo las palabras
que el ángel de la resurrección dirigió a las mujeres ante el sepulcro y que Juan
Pablo II transformó en programa apostólico: “No tengáis miedo”.
Las pronunció
siempre con inflexible firmeza, primero levantando en alto el báculo terminado en
Cruz, y después cuando las energías físicas flaqueaban, casi como sosteniéndose en
la Cruz, hasta llegar a aquel último Viernes Santo, en el que participó en el Vía
Crucis desde la Capilla privada apretando entre los brazos la Cruz. No podemos olvidar
aquel último y silencioso testimonio de amor a Jesús. También aquella elocuente escena
humana de sufrimiento y de fe, en aquel último Viernes Santo, indicaba a los creyentes
y al mundo el secreto de toda la vida cristiana.
Ahora como entonces quedan
como herencia las piedras millares del magisterio de Juan Pablo II, que muchos esperan
con prontitud sea llevado al honor de aquellos altares a los que el mismo Juan Pablo
II elevó a la misma dignidad tantos hombres y mujeres de fe, como Santa Faustina Kowalska,
canonizada en el 2.000 como apóstol en el mundo del misterio de la Misericordia de
Dios. Y este misterio es otra “clave de lectura privilegiada” del magisterio del Papa
Wojtyla.
El Siervo de Dios Juan Pablo II había conocido y vivido personalmente
las terribles tragedias del siglo XX, y por mucho tiempo se preguntó qué es lo que
podía apartar la marea del mal. La respuesta solo podía encontrarse en el amor de
Dios. Sólo la Divina Misericordia es capaz de poner un límite al mal; sólo el amor
omnipotente de Dios puede derrotar la prepotencia de los malvados y el poder destructor
del egoísmo y el odio.
Benedicto XVI ha confiado en particular este último
pensamiento a los cerca de 7 mil participantes en el Congreso de la Divina Misericordia
inaugurado con esta misa y que durará hasta el próximo domingo. La homilía ha concluido
con un afectuoso acto de reconocimiento a aquella que Benedicto XVI llama “alma elegida”.
“Que la Iglesia siguiendo sus enseñanzas y sus ejemplos pueda proseguir fielmente
y sin compromisos su misión evangelizadora, difundiendo sin cansarse el amor misericordioso
de Cristo, manantial de verdadera paz para el mundo entero”.