2008-04-02 16:20:01

Benedicto XVI recuerda a Juan Pablo II en tercer aniversario de su muerte y elogia un pontificado que testimonió al mundo la misericordia de Cristo Resucitado


Miércoles, 2 abr (RV).- Benedicto XVI ha presidido esta mañana a las 10 y media en la plaza de san Pedro -en el día que se cumple el tercer aniversario de la muerte del Siervo de Dios Juan Pablo II- la Santa Misa, inaugurando a la vez el primer Congreso Mundial de la Divina Misericordia. Han participado en la solemne liturgia eucarística más de 60 mil fieles procedentes de todas las partes del mundo para reflexionar una vez más -por medio de las palabras del amigo y sucesor al solio petrino- sobre el testimonio dejado a la Iglesia por el Papa Wojtyla.

En la homilía, el Santo Padre ha entrelazado, en una bella intuición, las imágenes de la Cruz empuñada con decisión por Juan Pablo, el hombre infatigable en el cuerpo y en el espíritu, que la llevará a los cuatro puntos cardinales de la tierra. Junto a las imágenes de la Cruz sujetada como último asidero por el hombre debilitado en el cuerpo, pero no en el espíritu, que está por volver a la casa del Padre. Dos imágenes que cuentan por sí solas el inicio y el final de un extraordinario Pontificado. Cruz y Resurrección: que según Benedicto XVI son la llave de lectura para comprender quien ha sido Juan Pablo II para gran parte de la humanidad:

“En verdad podemos leer toda la vida de mi amado Predecesor, en particular su ministerio petrino, en el signo de Cristo Resucitado. Él nutría una fe extraordinaria en Él, y con Él mantenía una conversación íntima, singular e ininterrumpida. Entre tantas cualidades humanas y sobrenaturales, tenía también aquella de una excepcional sensibilidad espiritual y mística. Bastaba sólo observarle cuando rezaba: se sumergía literalmente en Dios y parecía que todo los demás en aquellos momentos no existiera”.

Pero el roble sólido de esta cualidad, que pronto hizo que fuera admirado y amado el Papa llegado de un país lejano, hundía las raíces en sufrimientos que no fueron ahorrados a Juan Pablo II, ni antes ni después de su llamada a ser siervo de los Siervos de Dios. “Desde niño” -ha observado Benedicto XVI- Karol Wojtyla encontró en su camino, en su familia y en su pueblo la cruz:

“Muy pronto decidió llevarla junto con Jesús, siguiendo sus huellas. Quiso ser su fiel servidor hasta acoger la llamada al sacerdocio como don y compromiso de toda la vida. Con Él vivió y con Él quiso también morir”.

Hoy como hace tres años -ha proseguido Benedicto XVI- la Iglesia está inmersa en el clima espiritual de la Pascua y la lectura de la Misa de sufragio ha propuesto de nuevo las palabras que el ángel de la resurrección dirigió a las mujeres ante el sepulcro y que Juan Pablo II transformó en programa apostólico: “No tengáis miedo”.

Las pronunció siempre con inflexible firmeza, primero levantando en alto el báculo terminado en Cruz, y después cuando las energías físicas flaqueaban, casi como sosteniéndose en la Cruz, hasta llegar a aquel último Viernes Santo, en el que participó en el Vía Crucis desde la Capilla privada apretando entre los brazos la Cruz. No podemos olvidar aquel último y silencioso testimonio de amor a Jesús. También aquella elocuente escena humana de sufrimiento y de fe, en aquel último Viernes Santo, indicaba a los creyentes y al mundo el secreto de toda la vida cristiana.

Ahora como entonces quedan como herencia las piedras millares del magisterio de Juan Pablo II, que muchos esperan con prontitud sea llevado al honor de aquellos altares a los que el mismo Juan Pablo II elevó a la misma dignidad tantos hombres y mujeres de fe, como Santa Faustina Kowalska, canonizada en el 2.000 como apóstol en el mundo del misterio de la Misericordia de Dios. Y este misterio es otra “clave de lectura privilegiada” del magisterio del Papa Wojtyla.

El Siervo de Dios Juan Pablo II había conocido y vivido personalmente las terribles tragedias del siglo XX, y por mucho tiempo se preguntó qué es lo que podía apartar la marea del mal. La respuesta solo podía encontrarse en el amor de Dios. Sólo la Divina Misericordia es capaz de poner un límite al mal; sólo el amor omnipotente de Dios puede derrotar la prepotencia de los malvados y el poder destructor del egoísmo y el odio.

Benedicto XVI ha confiado en particular este último pensamiento a los cerca de 7 mil participantes en el Congreso de la Divina Misericordia inaugurado con esta misa y que durará hasta el próximo domingo. La homilía ha concluido con un afectuoso acto de reconocimiento a aquella que Benedicto XVI llama “alma elegida”.

“Que la Iglesia siguiendo sus enseñanzas y sus ejemplos pueda proseguir fielmente y sin compromisos su misión evangelizadora, difundiendo sin cansarse el amor misericordioso de Cristo, manantial de verdadera paz para el mundo entero”.







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