En el Mensaje para la XLV Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, el Papa invita
a las comunidades cristinas a no replegarse en sí mismas para anunciar a Cristo a
todo el mundo
Viernes, 22 feb (RV).- Se ha hecho público hoy el Mensaje de Benedicto XVI para la
XLV Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que se celebrará el próximo 13 de
abril, IV domingo de Pascua y cuyo tema es: “Las vocaciones al servicio de la Iglesia-misión”.
La Iglesia, escribe el Santo Padre, es misionera en su conjunto y en cada
uno de sus miembros. “Si por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación cada
cristiano está llamado a dar testimonio y a anunciar el Evangelio, la dimensión misionera
está especial e íntimamente unida a la vocación sacerdotal”. Corresponder a la llamada
del Señor comporta afrontar con prudencia y sencillez cualquier peligro e incluso
persecuciones.
Lo que «apremia» a los Apóstoles es siempre «el amor de Cristo»,
afirma Benedicto XVI. Fieles servidores de la Iglesia, dóciles a la acción del Espíritu
Santo, innumerables misioneros han seguido a lo largo de los siglos las huellas de
los primeros apóstoles. El amor de Cristo, de hecho, viene comunicado a los hermanos
con ejemplos y palabras, dando toda la vida.
Entre las personas dedicadas totalmente
al servicio del Evangelio se encuentran de modo particular los sacerdotes llamados
a proclamar la Palabra de Dios, administrar los sacramentos, entregados al servicio
de los más pequeños, de los enfermos, de los que sufren, de los pobres y de cuantos
pasan por momentos difíciles. A través de sus sacerdotes, Jesús se hace presente entre
los hombres de hoy hasta los confines últimos de la tierra.
También con su
oración continua y comunitaria, los religiosos de vida contemplativa interceden incesantemente
por toda la humanidad, dice el santo Padre. “Los de vida activa, con su multiforme
acción caritativa, dan a todos el testimonio vivo del amor y de la misericordia de
Dios.
Pero además, para que “la Iglesia pueda continuar y desarrollar la misión
que Cristo le confió, y no falten los evangelizadores que el mundo necesita, es preciso
-subraya el Papa- que nunca deje de haber en las comunidades cristianas una constante
educación en la fe de los niños y de los adultos”; “es necesario mantener vivo en
los fieles un sentido activo de responsabilidad misional y una participación solidaria
con los pueblos de toda la tierra”.
El don de la fe llama a todos los cristianos
a cooperar en la evangelización, afirma el Pontífice. Esta toma de conciencia se alimenta
por medio de la predicación y la catequesis, la liturgia y una constante formación
en la oración; se incrementa con el ejercicio de la acogida, de la caridad, del acompañamiento
espiritual, de la reflexión y del discernimiento, así como de la planificación pastoral,
una de cuyas partes integrantes es la atención vocacional.
Las vocaciones
al sacerdocio ministerial y a la vida consagrada sólo florecen en un terreno espiritualmente
bien cultivado. De hecho, las comunidades cristianas que viven intensamente la dimensión
misionera del ministerio de la Iglesia nunca se cerrarán en sí mismas. La misión,
como testimonio del amor divino, resulta especialmente eficaz cuando se comparte «para
que el mundo crea» Mensaje completo:MENSAJE DEL SANTO PADRE
PARA LA XLV
JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES 13 abril 2008 – IV Domingo de
Pascua
Tema: «Las vocaciones al servicio de la Iglesia–misión»
Queridos
hermanos y hermanas:
1. Para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones,
que se celebrará el 13 de abril de 2008, he escogido como tema: Las vocaciones
al servicio de la Iglesia–misión. Jesús Resucitado confióa los Apóstoles
el mensaje: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre
del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19), garantizándoles:
«Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt
28, 20). La Iglesia es misionera en su conjunto y en cada uno de sus miembros. Si
por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación cada cristiano está llamado
a dar testimonio y a anunciar el Evangelio, la dimensión misionera está especial e
íntimamente unida a la vocación sacerdotal. En la alianza con Israel, Dios confió
a hombres escogidos, llamados por Él y enviados al pueblo en su nombre, la misión
profética y sacerdotal. Así lo hizo, por ejemplo, con Moisés: «Ve, pues, –le dijo
el Señor– yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo… cuando hayas
sacado al pueblo de Egipto, me daréis culto en este monte» (Ex 3, 10.12). Y
lo mismo hizo con los profetas.
2. Las promesas hechas a los padres se realizaron
plenamente en Jesucristo. A este respecto, el Concilio Vaticano II dice: «Vino, pues,
el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en Él antes de la creación del mundo,
y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos... Cristo, por tanto, para hacer la voluntad
del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio, y
nos redimió con su obediencia» (Const. dogm. Lumen gentium, 3). Y Jesús escogió
como estrechos colaboradores suyos en el ministerio mesiánico a unos discípulos, ya
en su vida pública, durante la predicación en Galilea. Por ejemplo, cuando en la multiplicación
de los panes, dijo a los Apóstoles: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14, 16),
impulsándolos así a hacerse cargo de las necesidades del gentío, al que quería ofrecer
pan que lo saciara, pero también revelar el pan «que perdura, dando vida eterna» (Jn
6, 27). Al ver a la gente, sintió compasión de ellos, porque mientras recorría pueblos
y ciudades, los encontraba cansados y abatidos «como ovejas que no tienen pastor»
(cf. Mt 9, 36). De aquella mirada de amor brotaba la invitación a los discípulos:
«Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38),
y envió a los Doce «a la ovejas perdidas de Israel», con instrucciones precisas. Si
nos detenemos a meditar el pasaje del Evangelio de Mateo denominado «discurso misionero»,
descubrimos todos los aspectos que caracterizan la actividad misionera de una comunidad
cristiana que quiera permanecer fiel al ejemplo y a las enseñanzas de Jesús. Corresponder
a la llamada del Señor comporta afrontar con prudencia y sencillez cualquier peligro
e incluso persecuciones, ya que «un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo
más que su amo» (Mt 10, 24). Al hacerse una sola cosa con el Maestro, los discípulos
ya no están solos para anunciar el Reino de los cielos, sino que el mismo Jesús es
quien actúa en ellos: «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe,
recibe al que me ha enviado» (Mt 10, 40). Y además, como verdaderos testigos,
«revestidos de la fuerza que viene de lo alto» (cf. Lc 24, 49), predican «la
conversión y el perdón de los pecados» (Lc 24, 47) a todo el mundo.
3.
Precisamente porque el Señor los envía, los Doce son llamados «apóstoles», destinados
a recorrer los caminos del mundo anunciando el Evangelio como testigos de la muerte
y resurrección de Cristo. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: «Nosotros
–es decir, los Apóstoles– predicamos a Cristo crucificado» (1 Co 1, 23). En
ese proceso de evangelización, el libro de los Hechos de los Apóstoles atribuye un
papel muy importante también a otros discípulos, cuya vocación misionera brota de
circunstancias providenciales, incluso dolorosas, como el ser expulsados de la propia
tierra por ser seguidores de Jesús (cf. 8, 1-4). El Espíritu Santo permite que esta
prueba se transforme en ocasión de gracia, y se convierta en oportunidad para que
el nombre del Señor sea anunciado a otras gentes y se ensanche así el círculo de la
comunidad cristiana. Se trata de hombres y mujeres que, como escribe Lucas en el libro
de los Hechos, «han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo» (15,
26). El primero de todos, llamado por el mismo Señor a ser un verdadero Apóstol, es
sin duda alguna Pablo de Tarso. La historia de Pablo, el mayor misionero de todos
los tiempos, lleva a descubrir, bajo muchos puntos de vista, el vínculo que existe
entre vocación y misión. Acusado por sus adversarios de no estar autorizado para el
apostolado, recurre repetidas veces precisamente a la vocación recibida directamente
del Señor (cf. Rm 1, 1; Ga 1, 11-12.15-17).
4. Al principio,
como también después, lo que «apremia» a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 14) es
siempre «el amor de Cristo». Fieles servidores de la Iglesia, dóciles a la acción
del Espíritu Santo, innumerables misioneros han seguido a lo largo de los siglos las
huellas de los primeros apóstoles. El Concilio Vaticano II hace notar que «aunque
la tarea de propagar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo según su condición,
Cristo Señor llama siempre de entre sus discípulos a los que quiere para que estén
con Él y para enviarlos a predicar a las gentes (cf. Mc 3, 13–15)» (Decr. Ad
gentes, 23). El amor de Cristo, de hecho, viene comunicado a los hermanos con
ejemplos y palabras; con toda la vida. «La vocación especial de los misioneros ad
vitam –escribió mi venerado predecesor Juan Pablo II– conserva toda su validez:
representa el paradigma del compromiso misionero de la Iglesia, que siempre necesita
donaciones radicales y totales, impulsos nuevos y valientes» (Encl. Redemptoris
missio, 66).
5. Entre las personas dedicadas totalmente al servicio del
Evangelio se encuentran de modo particular los sacerdotes llamados a proclamar la
Palabra de Dios, administrar los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Reconciliación,
entregados al servicio de los más pequeños, de los enfermos, de los que sufren, de
los pobres y de cuantos pasan por momentos difíciles en regiones de la tierra donde
hay tal vez multitudes que aún hoy no han tenido un verdadero encuentro con Jesucristo.
A ellos, los misioneros llevan el primer anuncio de su amor redentor. Las estadísticas
indican que el número de bautizados aumenta cada año gracias a la acción pastoral
de esos sacerdotes, totalmente consagrados a la salvación de los hermanos. En ese
contexto, se expresa un agradecimiento especial «a los presbíteros fidei donum,
que con competencia y generosa dedicación, sin escatimar energías en el servicio a
la misión de la Iglesia, edifican la comunidad anunciando la Palabra de Dios y partiendo
el Pan de Vida. Hay que dar gracias a Dios por tantos sacerdotes que han sufrido hasta
el sacrificio de la propia vida por servir a Cristo… Se trata de testimonios conmovedores
que pueden impulsar a muchos jóvenes a seguir a Cristo y a dar su vida por los demás,
encontrando así la vida verdadera» (Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 26).
A través de sus sacerdotes, Jesús se hace presente entre los hombres de hoy hasta
los confines últimos de la tierra.
6. Siempre ha habido en la Iglesia muchos
hombres y mujeres que, movidos por la acción del Espíritu Santo, han escogido vivir
el Evangelio con radicalidad, haciendo profesión de los votos de castidad, pobreza
y obediencia. Esas pléyades de religiosos y religiosas, pertenecientes a innumerables
Institutos de vida contemplativa y activa, «han tenido hasta ahora y siguen teniendo
gran participación en la evangelización del mundo» (Decr. Ad gentes, 40). Con
su oración continua y comunitaria, los religiosos de vida contemplativa interceden
incesantemente por toda la humanidad; los de vida activa, con su multiforme acción
caritativa, dan a todos el testimonio vivo del amor y de la misericordia de Dios.
Refiriéndose a estos apóstoles de nuestro tiempo, el Siervo de Dios Pablo VI escribió:
«Gracias a su consagración religiosa, ellos son, por excelencia, voluntarios y libres
para abandonar todo y lanzarse a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra.
Ellos son emprendedores y su apostolado está frecuentemente marcado por una originalidad
y una imaginación que suscitan admiración. Son generosos: se les encuentra no raras
veces en la vanguardia de la misión y afrontando los más grandes riesgos para su santidad
y su propia vida. Sí, en verdad, la Iglesia les debe muchísimo» (Exhort. apost. Evangelii
nuntiandi, 69).
7. Además, para que la Iglesia pueda continuar y desarrollar
la misión que Cristo le confió, y no falten los evangelizadores que el mundo tanto
necesita, es preciso que nunca deje de haber en las comunidades cristianas una constante
educación en la fe de los niños y de los adultos; es necesario mantener vivo en los
fieles un sentido activo de responsabilidad misional y una participación solidaria
con los pueblos de toda la tierra. El don de la fe llama a todos los cristianos a
cooperar en la evangelización. Esta toma de conciencia se alimenta por medio de la
predicación y la catequesis, la liturgia y una constante formación en la oración;
se incrementa con el ejercicio de la acogida, de la caridad, del acompañamiento espiritual,
de la reflexión y del discernimiento, así como de la planificación pastoral, una de
cuyas partes integrantes es la atención vocacional.
8. Las vocaciones al sacerdocio
ministerial y a la vida consagrada sólo florecen en un terreno espiritualmente bien
cultivado. De hecho, las comunidades cristianas que viven intensamente la dimensión
misionera del ministerio de la Iglesia nunca se cerrarán en sí mismas. La misión,
como testimonio del amor divino, resulta especialmente eficaz cuando se comparte «para
que el mundo crea» (cf. Jn 17, 21). El don de la vocación es un don que la
Iglesia implora cada día al Espíritu Santo. Como en los comienzos, reunida en torno
a la Virgen María, Reina de los Apóstoles, la comunidad eclesial aprende de ella a
pedir al Señor que florezcan nuevos apóstoles que sepan vivir la fe y el amor necesarios
para la misión.
9. Mientras confío esta reflexión a todas las Comunidades eclesiales,
para que la hagán suya y, sobre todo, les sirva de inspiración para la oración, aliento
el esfuerzo de cuantos trabajan con fe y generosidad en favor de las vocaciones, y
envío de corazón a los educadores, a los catequistas y a todos, especialmente a los
jóvenes en etapa vocacional, una especial Bendición Apostólica.