Llamamiento del Papa a los educadores para que encuentren el sentido de su misión,
porque la educación no puede prescindir de la autoridad moral que deriva de una vida
coherente y el compromiso personal
Miércoles, 23 ene (RV).- El Santo Padre afronta en una carta escrita con motivo de
la Jornada de la escuela católica de la diócesis de Roma - que se celebró el pasado
domingo - la gran “emergencia educativa” de nuestro tiempo. “Educar – afirma el Pontífice
– nunca ha sido fácil, y hoy parece que cada vez es más difícil” como “bien saben
los padres y todos aquellos que tienen responsabilidades directas en la educación”
y cuyos esfuerzos son “demasiadas veces” marcados por los fracasos.
“Viene
espontáneo – escribe el Papa – culpar a las nuevas generaciones, como si los niños
que nacen hoy fueran distintos de los que nacieron anteriormente. ¿Será posiblemente
que los adultos de hoy – se pregunta el Benedicto XVI – no son capaces de educar?
Sin duda es fuerte ciertamente –prosigue el Santo Padre – que exista la tentación
entre padres y educadores en general de renunciar, e incluso el riesgo de no comprender
ni cuál sea la misión que les ha sido confiada.
En realidad – leemos en la
carta pontificia – hay una atmósfera difundida y una forma de cultura que lleva a
dudar del valor de la persona humana, del significado mismo de la verdad y del bien.
Pero
todas estas dificultades – subraya el Papa – no son insuperables. Son más bien el
revés de la medalla de aquel don grande y precioso que es nuestra libertad, con la
responsabilidad que justamente la acompaña. Pero cuando faltan las certezas existenciales,
la necesidad de aquellos valores vuelve a sentirse de manera llamativa: y así aumenta
hoy la necesidad de una educación que sea verdaderamente tal. La piden los padres,
muchas veces angustiados por el futuro de sus hijos; la piden los enseñantes, que
viven la triste experiencia del degrado en sus escuelas; la pide la sociedad que ve
cómo se ponen en duda las bases de la misma convivencia; la piden en su mismo interior
los muchachos y jóvenes, que no quieren ser abandonados ante los desafíos de la vida.
La
auténtica educación –escribe el Papa – necesita ante todo de aquella cercanía y de
aquella confianza que nacen del amor: . . . hoy el verdadero educador sabe que para
educar debe dar algo de sí mismo y no limitarse a dar nociones e informaciones, dejando
de parte la gran pregunta respecto a aquella verdad que puede ser la guía en la vida.
También
el sufrimiento forma parte de la verdad de nuestra vida. Por ello, al intentar preservar
a los más jóvenes de todas las dificultades y experiencias del dolor corremos el riesgo
de hacer crecer, a pesar de nuestras buenas intenciones, personas frágiles y poco
generosas: la capacidad de amar corresponde en efecto a la capacidad de sufrir, y
de sufrir juntos.
Éste es el punto más delicado de la obra educativa: encontrar
un justo equilibrio entre la libertad y la disciplina. Sin reglas de comportamiento
y de vida, haciéndolas valer día tras día también en las pequeñas cosas, no se forma
el carácter y tampoco se prepara a los jóvenes para afrontar las pruebas que no faltarán
en el futuro. La relación educativa es ante todo el encuentro de dos libertades y
la educación bien lograda es formación para el recto uso de la libertad.
Por
lo tanto, debemos aceptar el riesgo de la libertad, permaneciendo siempre atentos
para ayudar y corregir a los jóvenes sin darles la razón en los errores, fingir como
si no los viéramos, o peor compartirlos, como si fueran las nuevas fronteras del progreso
humano. La educación por lo tanto no puede prescindir de aquella autoridad moral que
hace creíble el ejercicio de la autoridad y que se consigue con coherencia de la propia
vida y con el compromiso personal.