VIII meditación en el Octavario de oración: «Que la paz reine entre vosotros»
Viernes, 25 ene (RV).- El padre Pedro Langa finaliza hoy sus reflexiones con la última
meditación que lleva por título: «Que la paz reine entre vosotros» «Que
la paz reine entre vosotros» (1 Tes 5,13b). Para el diálogo interreligioso este deseo
resulta un estribillo. En política internacional, un tópico. Y en el estricto ecumenismo,
la ocasión de que la mente acuda rauda como una flecha hacia Cristo, príncipe de
la paz. Pedir, por eso, que la paz reine es más que desear ausencia de guerra o de
conflictos; el shalom por Dios querido nace de una humanidad reconciliada,
de una familia humana que comparte y refleja en sí la paz que sólo Dios da en su Hijo
Jesucristo. La imagen del lobo con el cordero y del león junto al cabrito (Is 11,6-13)
alude a una simbólica visión del futuro que Dios tiene reservado. Se nos convoca a
ser instrumentos de su paz, artesanos de la divina obra reconciliadora. Lejos de orden
o petición, el ut unum sint de Jesús (Jn 17, 21) no fue sino invocación al
Padre en la víspera de su muerte en la cruz. Profundo suspiro de su corazón y de su
misión para el futuro.
Ante iniciativas y aspiraciones unionistas de pasados
siglos, bien estará evaluar la cosecha del Octavario. Es hora de agradecer al Espíritu
Santo los copiosos frutos de la oración por la unidad. En numerosos lugares, animosidad
y malentendidos han dado paso al respeto y la amistad entre comunidades pancristianas.
Alegra por eso ver cómo los cristianos se reúnen para rezar por la unidad dando luego
testimonio común del Evangelio a través de acciones concretas y trabajando codo con
codo al servicio de los menesterosos. El diálogo ha tendido puentes de mutua comprensión
y se han resuelto problemas que antes nos dividían. Pese a lo cual, el momento presente
deberá ser también de arrepentimiento, pues nuestras divisiones siguen ahí, contrarias
a la oración de Cristo por la unidad y al mandato paulino de vivir en paz entre cristianos.
Actualmente discrepamos todavía sobre asuntos varios: incluso más allá de las diferencias
doctrinales, mantenemos a menudo posiciones divergentes sobre cuestiones de moral
y de ética, sobre la guerra y la paz, sobre problemas de hoy que están reclamando
un testimonio común para mañana. Por nuestras divisiones y conflictos internos, no
estamos en condiciones de responder a la noble vocación de ser signos e instrumentos
de la unidad y de la paz queridos por Dios. Razones hay para que nos alegremos, pero
también para la tristeza. Al concluir el Octavario, la ocasión pinta saludable y alentadora
en lo de renovar el compromiso de ser artífices de unidad y de paz cristianas, y para
que reflexionemos de nuevo, con san Pablo, sobre lo que significa orar sin cesar,
con nuestras palabras y acciones, a través de la vida de las Iglesias. Quiera el Señor
hacernos uno en palabras, para que podamos elevar a diario la oración humilde, honda
y compartida; uno en el deseo y en la búsqueda de justicia; uno en el amor, para servir
en el más pequeño de nuestras hermanas y hermanos; uno, y concluyo, a la espera de
ver su divino rostro a través de su Iglesia una, santa, católica y apostólica.
Jueves,
24 ene (RV).- En el Octavario de Oración por la Unidad de los Cristianos llegamos
hoy a la séptima meditación, que nos ofrece el Padre Pedro Langa: «Sostened a los
débiles»:
Agustín
de Hipona propone esta recomendación paulina a quienes él llama proficientes buenos
que en su peregrinar viven de la fe. Lo hace convencido de que el Apóstol exige «un
cuidado muy esmerado, con el fin de que se mantenga la paz, sin la cual nadie puede
ver a Dios», y porque «es inútil para el hombre la predicación de las verdades si
Dios no mueve y obra interiormente con su gracia» (ciu. Dei 15, 6, 1). Sostener a
los débiles, por tanto, es obra de misericordia, asunto de generosidad evangélica,
samaritana actitud de ayuda que se traduce a la postre en misterio de gracia. Entendido
desde la fascinadora causa intereclesial, sostener puede ser objeto de múltiples acepciones.
Débiles podrían darse, y se dan, entre los escépticos por creer que la unidad es cuestión
de dos días y de pronto el invento se les viene abajo y acaba con su castillo de ilusiones.
Débiles podemos hallar entre quienes hablan y hablan de ecumenismo esperando recoger
copiosos frutos al día siguiente de sus clases, su conferencia, su análisis más o
menos agudo sobre la cosa ecuménica, como si de ellos y no del Padre de las luces
dependiera; y comprueban luego, en cambio, que todo sigue peor que al principio. Débiles
pueden pelechar asimismo entre quienes opinan que la causa de la unidad es meta punto
menos que utópica, en cuyo supuesto mejor será dejar las cosas como están y no mojarse.
Débiles, en fin, siempre débiles precisando de una ayuda que parece no llegar nunca.
Existen en la Iglesia, sí, los débiles de unidad,
a quienes urge aplicar la terapia de la fe contra toda esperanza, del poder de la
oración, que es inmenso, sobre todo cuando está vinculado al servicio. El Evangelio
de hoy (Lc 11,5-13) afirma que quien pide, recibe; y que Jesucristo desea que nos
ayudemos. Por Tesalonicenses sale que es posible responder de forma ecuménica, concreta,
específica, a la miseria y al desamparo. Las Iglesias trabajan mano a mano, pero su
testimonio es débil por falta de unidad. Hasta cuando queremos orar juntos nos resistimos
recelosos de las distintas formas de oración encontradas en otras tradiciones cristianas.
Nos vemos a menudo mendigos de oración, sí, pero no pocas veces perdidos también en
sutilezas menores de tiempo, lugar y modos. El ecumenismo ha hecho que la diversidad
de formas oracionales sean mejor conocidas y más apreciadas. Indudablemente que la
fe en el poder de la oración es común al conjunto de nuestras tradiciones y puede
contribuir mucho a la causa de la unidad cristiana, una vez comprendidas y superadas
nuestras diferencias. Debemos, pues, apoyar con nuestras oraciones todos los diálogos
vigentes en torno a la intercomunión. Celebrar juntos el memorial de Cristo y elevar
hacia él nuestra común acción de gracias sería un gran paso adelante en el camino
interconfesional. Ayúdenos el Espíritu Santo a sostener a los débiles en oración por
las divisiones intereclesiales y por nuestra propia fraternidad.
Miércoles,
23 ene (RV).- «Estad siempre alegres. No ceséis de orar». Es la sexta meditación,
que nos ofrece hoy el agustino español, Padre Pedro Langa, en esta Semana de Oración
por la Unidad de los Cristianos.
«Estad siempre
alegres. No ceséis de orar» (1 Tes 5,16). Constancia y alegría son las dos caras de
una misma moneada llamada oración. Juntas salen al camino del que pide por la unidad
de la Iglesia. La sabiduría del pueblo sentencia en el refranero que la perseverancia
todo lo alcanza, pues, si eres constante, irás adelante, ya que quien sigue, consigue.
Se dice asimismo que de cuantos bienes Dios envía, el más estimable es la alegría.
De modo que alegría ten, y vivirás bien, pues corazón alegre, sabe hacer fuego de
la nieve, y corazón contento es gran talento. Centradas en el ecumenismo, las lecturas
para hoy elegidas insisten en la oración de alabanza y de alegría de David (cf. 2
Sm 7,18-29), y en que el Señor escucha (cf. Sal 86). Necesitamos que el Espíritu Santo
cambie el corazón de los creyentes y nos dé la gracia de colaborar con Dios y participar
en su misión y proyecto unificadores, como en el envío de los setenta y dos discípulos
(Lc 10,1-24). Mientras pedimos con alegría y sin cesar por ello, caemos en la cuenta
de que son necesarios más y más obreros en la Viña del Señor.
Se comprende,
pues, que muchos encuentros ecuménicos reclamen mayor presencia de los jóvenes para
que el movimiento de la unidad pueda prosperar en las generaciones futuras. Sería
preferible, con todo, que en dicha causa se involucrasen niños, jóvenes y mayores,
porque si alguna propiedad ella tiene, ¡y tantas tiene, por cierto!, es la de hacer
jóvenes a quienes la secundan. Cumple aumentar el número de obreros, de la edad y
condición que fuere, conocedores del protagonismo que la alegría ejerce en la oración
para contribuir a la obra de Dios. Hoy las lecturas contribuyen a mejor comprender
qué signifique trabajar evangélicamente al servicio del ecumenismo. David, sorprendido
de ser elegido por el Señor para participar en la edificación de un espléndido templo,
afirma: «Dígnate, pues, bendecir la casa de tu siervo para que permanezca por siempre
en tu presencia» (2 Sm 7, 29). Y el salmista promete: «Gracias te doy de todo corazón,
Señor Dios mío, daré gloria a tu nombre por siempre» (Sal 86, 12). Cuando los setenta
y dos discípulos vuelven contentos de nuevo, aunque también con la espina del rechazo,
Jesús se alegra de que hayan sometido a los demonios: es necesario seguir extendiendo
sin tregua la Buena noticia del Reino, cuya unidad Dios quiere, por supuesto. Como
a los cristianos de Tesalónica, pues, el Apóstol de las Gentes se vuelve puro exhorto
paternal de constancia y de alegría en pro de la comunidad unida. Nos exhorta hoy
también a nosotros a ser «siempre alegres» y a orar «sin cesar», manteniendo la esperanza
de que, si nos comprometemos plenamente a colaborar con el Espíritu Santo, se realizará
por fin el ecumenismo según su divino Artífice. Guarde Dios, en la perfecta unidad
de su ser, el ardiente deseo y la esperanza firme de la unión que su divino Hijo le
pidió para que nunca dejemos de trabajar al servicio de su Evangelio.
Martes,
22 ene (RV).- «Tened paciencia con todos» (1 Tes 5,14). Es la quinta meditación,
que nos ofrece hoy el agustino español, Padre Pedro Langa, en esta Semana de Oración
por la Unidad de los Cristianos.
Nos recomiendan
hoy orar sin cesar con un corazón paciente. No podemos estar satisfechos con la división
de los cristianos, porque ello sería tanto como transigir con las desgarraduras de
la Iglesia. Hay que vivir esta santa causa, pues, impacientes –con legítima y santa
impaciencia, diríase-- hasta que luzca el día de la radiante unidad. Pero también
cumple reconocer que la causa ecuménica no se vive en todas partes igual: avanzan
algunos a grandes pasos; caminan otros, en cambio, de modo cansino. San Pablo escribió
a los de Tesalónica pidiéndoles paciencia con todos, que, bien mirado, es el mejor
modo de vivir, en la unidad, impacientes; y en el corazón, ardientes. Porque no se
detuvo el Apóstol a cuantificar el grado que hacía falta, pero sí evitó poner entre
personas puertas al campo. Hay quienes viven el ecumenismo como el divino impaciente
Francisco Javier la misionología. Claro que tampoco faltan, por desdicha, quienes
se toman lo de la unidad con actitud que tiene muy poco de divina y muy mucho de impaciente.
Me contó un día Monseñor Torrella que en la primera audiencia que Pablo VI
le concedió tras haber sido nombrado vicepresidente del Secretariado para la Unión
de los Cristianos, el Papa, al término de la conversación, le dijo estrechándole la
mano: «Ponga en su nuevo trabajo para la unión de los cristianos mucho amor y gran
dosis de paciencia». Al ecumenismo, por tanto, parece que sí le va el estímulo de
la paciencia, que no en vano la sabiduría del refranero dice que en los trabajos se
prueba; y con la paciencia viene la ciencia. Al fin vence quien paciencia tiene. La
causa de la unidad depara sorpresas, alegrías, reveses, pero ya se sabe que lo que
no está en tu mano evitar, con paciencia lo has de soportar. No puede arreglarse en
un día, ni en diez años, ni en décadas tal vez, lo que llevó escindido por siglos
y siglos. Hay gentes amigas de prescindir hasta de lo imprescindible creyendo que
semejante impaciencia les reportará pasado mañana el milagro de la unidad: se pasan
la vida denunciando con lamentos jeremíacos lentitudes en los miembros de la Iglesia,
o en los interlocutores ecuménicos. Bien está si con espíritu profético va. Pero no
vendría mal recordar que a veces nos mostramos impacientes hasta con el cielo y, como
el pueblo de Israel en el desierto, nos acordamos de Egipto y le damos la barrila
al propio Dios. No se nos hace que también él quiere que aprendamos de su infinita
paciencia para saber aguantar, soportar, esperar la unidad con paciencia. Dios responde
a nuestras oraciones a su debido tiempo y sabrá suscitar para la reconciliación de
los cristianos aquellas iniciativas que en nuestro tiempo se necesitan. Haga él que
caminemos hacia la unidad meditando su Palabra día y noche, y que sepamos esperar
los frutos a su tiempo. Infúndanos cuando los prejuicios y la desconfianza triunfen,
la humilde y necesaria y virtuosa paciencia para la reconciliación.
Lunes,
21 ene (RV).- El Padre Pedro Langa nos ofrece hoy una meditación dedicada a este cuarto
día del Octavario de Oración por la Unidad de los Cristianos: «Que nadie devuelva
mal por mal»:
«Que nadie
devuelva mal por mal» (1 Tes 5,15). Hubo un tiempo, afortunadamente ya superado, en
que las relaciones pancristianas discurrían a cara de perro. Y existe aún literatura
apologética, más arrumbada cada día en los rincones del olvido, donde la demagogia
y los dicterios predominan sobre las buenas maneras. No digo ya caridad, porque la
caridad es rubí de muchos quilates y de todo punto inalcanzable para los aquejados
de miopía espiritual. Bueno será que libros así permanezcan en el futuro al menos
como piezas de museo, para general sonrojo y compartida vergüenza de quienes teniendo
oídos no querían oír, y teniendo ojos no querían ver. Uno se pregunta cómo es posible
que ocurrieran entre evangelizadores cosas tan poco evangélicas, y por qué misteriosas
causas un cristianismo tan anticristiano llegase a presidir conductas entre cristianos
a quienes concernía por igual el aviso paulino a los Tesalonicenses que hoy dicta
la reflexión de la Semana: «Mirad que nadie devuelva mal por mal; al contrario, buscad
siempre haceros el bien los unos a los otros y a todos» (1 Tes 5, [12a] 13b-18). Ruego
apostólico, ya se ve, apuntando a un Dios de justicia que responde a nuestras oraciones
a través de su Hijo Jesucristo, el cual nos pidió que trabajemos juntos en la unidad
y la paz, nunca en la violencia. «Orad sin cesar por la justicia», recomienda la selección
de lecturas para este cuarto día. Porque el Señor oye el grito de los hijos de Israel
(Ex 3,1-12) y hace justicia a los oprimidos (Sal 146).
Rezan sin cesar los
cristianos por la justicia, para que toda vida humana sea tratada con dignidad y reciba
lo que le corresponde. En los Estados Unidos, la esclavitud sólo finalizó con una
guerra civil sangrienta, a la que sucedió un siglo de racismo mantenido por el Estado.
La segregación en función del color de la piel existía incluso en las Iglesias. Gracias
sobre todo a los esfuerzos eclesiales, en particular de las Iglesias afroamericanas
y de sus socios ecuménicos, y muy especialmente a la resistencia no violenta del Reverendo
Martín Luther King, Jr, los derechos cívicos de todos se inscribieron en la legislación
americana. El verdadero ecumenismo enseña que sólo el amor cristiano puede superar
el odio y permitir la transformación de la sociedad. Los cristianos siguen hoy alimentándose
con esta certeza, que los lleva a trabajar juntos en favor de la justicia. Dios sigue
oyendo y responde a los gritos del oprimido. Jesús nos recuerda que la justicia divina
se revela en su voluntad personal de renunciar incluso a su vida con el fin de aportar
al mundo la justicia y la reconciliación gracias a los cuales todos los seres humanos
se considerarán iguales en valor y en dignidad. Sólo con fraternal solicitud hacia
el oprimido progresaremos en el camino de la unidad, donde tal vez se nos exija «pasos
suplementarios» en capacidad de escucha y de renuncia. De ahí, hoy, el hambre y la
sed de justicia como ineludibles resortes de la unidad.
“Animar a los
tímidos y sostener a los débiles” Domingo, 20 ene (RV).- El Padre Pedro
Langa nos acompaña también hoy en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos
con una meditación dedicada a este tercer día: “Animar a los tímidos y sostener a
los débiles”.
«Animad a los tímidos
y sostened a los débiles» (1 Tes 5, 14).Tímidos y débiles en la sociedad los hubo
siempre. Va en la condición humana, lo que no quiere decir que los hombres sean todos
tímidos y débiles. Pero tampoco hace falta ser un lince para detectarlos, si los hay,
en un proyecto común, a través de una conducta solidaria, por un quehacer mancomunado.
Los organizadores del Octavario aplican la frase paulina este día tercero de la Semana
al difícil y entretenido mundo del ecumenismo, lo que implica dar por supuesto que
en la causa de la unidad también hay tímidos y débiles. No es manjar el ecuménico,
ciertamente, que degusten con facilidad todos los paladares. Ni hazaña para todos
los nervudos brazos en la Viña del Señor. De ahí la frase paulina, en cuya expresión
redaccional es preciso anteponer al binomio adjetivo de la timidez y de la debilidad
el otro binomio verbal en imperativo: animad y sostened.
Hace falta coraje
para emprender iniciativas proféticas en el quehacer unionista. Se hace absolutamente
imprescindible que no le tiemble a uno el pulso a la hora de emprender proyectos,
abrir caminos, empuñar el timón surcando mares. Aquellos bondadosos ancianos que fueron
el beato Juan XXIII y el anciano patriarca Athenágoras I, por ejemplo, eran sencillos,
cercanos, prudentes, alegres incluso y ocurrentes, pero de ninguna manera tímidos
ni débiles. Y más de una vez y más de dos tuvieron que animar y sostener ellos mismos
a sus inmediatos colaboradores, para que no se vinieran abajo en la gestión de esta
gracia singular del Espíritu Santo, o para que, pese a contratiempos y contrariedades,
sacaran pecho en «promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos»
(UR 1).
Al patriarca Athenágoras le pasó con su famoso metropolita Melitón
de Calcedonia cuando las conferencias panortodoxas de Rodas; y al papa y hoy beato
Juan XXIII, con su bienamado cardenal Bea poniendo en marcha el Secretariado de la
Unidad y en las primeras andaduras del Concilio. Este día tercero toca orar sin tregua
por la conversión de los corazones. Dice san Pablo en Tesalonicenses que si algunos
tienen miedo a lo que una reconciliación costosa podría implicar, que se animen. Si
las divisiones entre cristianos permanecen, es porque falta voluntad de compromiso
en el diálogo ecuménico. Como Nínive cuando la predicación de Jonás (Jon 3,1-10),
las comunidades cristianas deben escuchar hoy la Palabra de Dios arrepentidas de
tanta inhibición y de tanto bloqueo en dar rienda suelta a la unidad de la Iglesia.
No han faltado en el pasado, intrépidos apóstoles y profetas de la unidad
recordando a los cristianos la infidelidad de su desunión y la urgencia de la reconciliación. Hoy
es preciso también purificar el corazón (Sal 51,8-15) de cuanto le impide ser santuario
de los dones del Espíritu Santo. Depuestas debilidad y timidez, urge ser fuertes y
atrevidos; ser cristianos renovados y piadosos; ecumenistas, en suma, verdaderamente
ecuménicos.
«Manteneos en constante acción de gracias» Sábado,
19 ene (RV).- «Manteneos en constante acción de gracias» (1 Tes 5,18). El Octavario
pinta hoy oracional y eucarístico, y luce galas de perseverante gratitud. Si el ecumenismo
nunca parte de cero, sino de cierta unidad dada que, aunque imperfecta, pugna por
abrirse camino y crecer hasta conseguir, como crisálida que deviene en mariposa de
seda, transformarse ella también de provisional e inacabada en unidad de comunión
perfecta, tampoco la oración, cuando es como debe ser, flota jamás en el vacío ni
va a la deriva, sino que arraiga siempre en la sólida roca de la esperanza hecha incesante
plegaria. La súplica de ley confía en Dios poderoso y fiel y Señor de la historia.
También, por tanto, del ecumenismo.
Qué signifique para la unidad intereclesial
orar sin cesar, ni lo sabemos. Si así no fuera, habrían dejado ya de subsistir las
divisiones. Pero el Apóstol Pablo, tirando de aquel optimismo suyo desbordante y misionero,
recomienda a los Tesalonicenses permanecer en rendida acción de gracias, lo que desde
el punto de vista ecuménico equivale a insistir en que las divisiones desaparezcan.
O dicho de otro modo: a seguir y seguir, a golpe de confianza, dándole de firme a
la gratitud por las maravillas que el Señor sigue haciendo en la santa causa de la
unidad. El Salmo 23, y sirva sólo de muestra, es una profunda confesión de confianza
en que Dios guía nuestros pasos y lo tenemos cerca en las horas duras de la vida,
cuando la desolación y la opresión arrecian inexorables: «El Señor es mi pastor…».
Probablemente surjan horas difíciles, también incluso confusas y agitadas. Quizás
el gran desaliento tire de nosotros. A veces, parece que todo se viene abajo, que
Dios se oculta, que la barca se hunde, cuando Él sigue siendo Emmanuel, puede que
dormido a proa, sí, pero Emmanuel. O sea, presente con providencia de amor. Si fue
capaz de increpar al viento y calmar las revueltas aguas del lago, ¿por qué dudar
ahora, si se lo pedimos, con las divisiones intereclesiales? La plegaria ecuménica
propicia el que nos concienciemos de las maravillas de Dios. Comunidades cristianas
antes separadas, vuelven a encontrarse, y a rezar juntas y a entenderse de puro amarse.
Se descubren unidas en Cristo y comprenden entonces lo que san Agustín tantas veces
dijo frente a los donatistas: que siempre se ha de preferir lo menos perfecto en unidad,
a lo más perfecto en desunión. Y continúan ecuménicamente menesterosas, esto es, siendo
parte todas de una sola y misma Iglesia; todas necesitadas; todas capaces de lograr,
unidas, el milagro del amor. Tal vez persistan tensiones dejando borrosa la perspectiva
unitaria. Nuestra incesante oración hará que volvamos los ojos a Dios experimentando
que la reconciliación de nuestra unidad es el principio de su reino. Ninguna súplica
mejor que la de su verdad y sabiduría. Sólo de ahí podrá brotar para la Iglesia la
nueva vida en comunión. Vale la pena, pues, que nos mantengamos, como san Pablo exhorta,
en constante acción de gracias.
“No ceséis de orar” Viernes, 18
ene (RV).- Inicia hoy, 18 de enero, la Semana de Oración por la unidad de los cristianos,
en el centenario de esta iniciativa promovida por el ministro anglicano estadounidense
Paul Wattson. Una iniciativa a la cual se unió más tarde el abad Paul Couturier, pionero
del ecumenismo que “exhortó a orar por la unidad de la Iglesia, siguiendo la voluntad
de Cristo”.
El tema de este año está sacado de un paso de la carta de san
Pablo a los Tesalonicenses: “No ceséis de orar”. Como otros años, nos acompañará en
este Octavario de oración el padre agustino español, Pedro Langa. Oigamos su primera
meditación. « No ceséis de orar
» (1 Tes 5,17). El ecumenismo del Octavario 2008 se centra y concentra todo en este
reiterativo y suave exhorto paulino a los Tesalonicenses. No me lo imagino yo avasallante
y ruidoso. Antes bien, se me antoja interpelante y definitivo todo él, y quisiera
entenderlo con su dulce carga declamatoria ligada al Apóstol de las Gentes en este
año que va a ser el suyo por todo el orbe católico. Es como si el de Tarso quisiera
decir a los cristianos del siglo XXI: “Trabajad sin cesar en el ecumenismo”. Y todavía
más explícito si cabe: “No ceséis de gastar y desgastar vuestra vida por la unidad
de la Iglesia, que ésta se preocupa siempre de vosotros”. Pueril sería pensar que
la recomendación paulina se limite al llamado ecumenismo espiritual. Ciertamente que
ahí entra de cuerpo entero su consejo, pero abarca de igual modo a todas las formas
posibles de vivir y sufrir y reir por el movimiento ecuménico, pues no hay causa de
la unidad que valga si ésta carece de la energía, de la incitación, del pulso e impulso
propios de la oración.
El requerimiento paulino a orar sin cesar, es decir
a ser ecumenista siempre, nos adentra de lleno, por otra parte, en el espíritu de
Jesús durante la noche del «Ut unum sint» (17, 21). La causa de la unidad se convierte
así en parte íntima de su eterna intercesión ante el Padre: «Que todos sean uno… para
que el mundo crea». No se busque, pues, no debemos buscar al menos, sino la unidad
«como Cristo la quiere», de modo que la celebración del Octavario sea el reflejo del
concepto bíblico de plenitud, o sea la esperanza de que nuestra plegaria tendrá un
día cumplida respuesta. Las lecturas ofrecen hoy elementos de acabado análisis en
el argumento. Nuestra vida toda, dijo san Agustín de Hipona, el santo de la inquietud,
ha de ser de búsqueda y encuentro, en una suerte de sístole y diástole, convencidos
en tal proceso de que Dios se deja buscar y encontrar. Hasta el profeta Isaías anima
a buscar al Señor en el exilio. Porque inclusive entonces, el Señor está cerca de
su pueblo y le exhorta a que se dirija orante a él, y cumpla sus mandatos para conocer
así su misericordia y su perdón. Dentro mismamente del salmo 34 resplandece la convicción
profética de que el Señor responderá a la llamada de los que lo invocan, uniendo la
alabanza propia de la llamada a la oración continua. La unidad, a la postre, no es
sino un don que Dios hace a la Iglesia. También los cristianos están llamados a vivir
una gracia semejante. La oración por la unidad es la fuente de donde mana cualquier
esfuerzo humano tendente a manifestar la unidad plena y visible. Son copiosos los
frutos del Octavario desde que éste se implantó un siglo atrás. Y muchas, asimismo,
las barreras que aún dividen a los seguidores de Jesús. Pero que no cunda el desaliento,
eso no; que reine, más bien, la constancia en la oración, y que la búsqueda del Señor,
a través de la unidad de su Iglesia, sea siempre querida, y por doquier cantada.