Escuchar el programa Viernes, 4 ene
(RV).- Con nuestros mejores deseos de bienestar, amor y prosperidad para este nuevo
año, les damos la bienvenida a estas reflexiones en familia. El pasado 30 de diciembre
se celebró a fiesta de la familia, y obviamente es una excelente oportunidad para
reflexionar sobre esta comunidad de vida y amor, como bien la definía el Papa Juan
Pablo II.
Cuando revisamos la vida de Jesús, desde su nacimiento, como
lo hicimos hace pocos días al celebrar la Navidad, y aunque poco sepamos de la familia
como tal de Jesús, lo que sí es claro es que él quiso nacer y vivir en una familia,
quiso experimentar la vida de una familia, y por añadidura, pobre, de trabajadores.
Una familia que tuvo la amarga experiencia de la emigración y las zozobras de la persecución,
como millones de familias que hoy tienen que vivir el desplazamiento y el exilio.
De
igual manera todos nosotros hemos nacido en una familia, ella ha sido nuestro nido
natural, donde recibimos cariño y cuidado, calor y alimento, refugio y valor, fe e
ideales. La familia nos marca de tal manera que siempre conservamos huellas bien marcadas
en nuestra historia y nuestra conducta.
Hay dos valores que tradicionalmente
han caracterizado a la familia y todo lo que ella representa: la fraternidad es el
primero de ellos, que cobra vital importancia en nuestros días gracias a la tendencia
de nuestras sociedades hacia la competencia, el dominio de unos sobre los otros, la
rivalidad sin límites. Sólo en una familia cristiana se puede vivir la experiencia
de la fraternidad, que significa compartir, colaborar y vencer el egoísmo cada día,
y estos valores se enseñan en el amor que viven las familias cada día.
El segundo valor es la gratuidad,
que también cobra vigencia en medio de sociedades en las que todo se compra y se vende,
en las que todas las relaciones están mediadas por múltiples intereses, por múltiples
valores de intercambio. La familia es un espacio en el que se respiraran unas relaciones
gratuitas, no interesadas. Es el lugar en donde es posible aceptar a las personas
por ellas mismas, independientemente de su productividad y eficacia
No
cabe duda que la familia se define y se construye en el amor. Un amor que se multiplica,
como el dicho popular que dice que "la alegría es mayor si se reparte", así es el
amor, entrega de sí todo: de sus alegrías y entusiasmos, de sus penas y miedos, de
sus ideales, de su vida. El amor es fuerza creadora y comunicativa.
Pero
ello requiere de cuidados, dedicación y trabajo. El amor no es un producto que se
compra y se consume, sino que es preocupación activa por el otro, para que sea y crezca. El
amor es vigilante, imaginativo, no se cansa ni descansa, porque es responsabilidad,
es coparticipación de la vida y el devenir de la persona a la que se ama.
En
la familia todos son responsables unos de otros. El amor familiar nos ha unido, nos
ha implicado y relacionado tan fuertemente que ninguno puede sentirse ajeno o insolidario.
La fraternidad familiar, solidaridad, dedicación y amor hace que la familia sea una
entidad complementaria.
Es claro que el conocimiento se da en el amor,
conocerse es entenderse, respetarse, ayudarse, cuidarse, perdonarse. Sólo el amor
permite un conocimiento íntegro, porque el amor comprende mejor que nadie las motivaciones
últimas, los fines verdaderos, las circunstancias objetivas, todo lo que hay mucho
más adentro de cualquier superficie y muy por debajo de cualquier apariencia.
El
amor nos permite distinguir el tono, interpretar el gesto, leer la mirada, descubrir
la intención, adivinar el deseo. ¡Qué lúcido y comprensivo es el amor! Los clásicos
lo pintaban con los ojos vendados; nada tan clarividente y penetrante como el amor-ágape,
el amor de caridad, el amor que se dona.