Viernes, 16 nov (RV).- Con ocasión del primer centenario de su nacimiento, oigamos
una reflexión sobre el Padre Pedro Arrupe, que dirigió la Compañía de Jesús en tiempos
azarosos y renovadores para la sociedad humana, pero muy especialmente para la Iglesia
después del Concilio Vaticano II. El homenaje al Padre Arrupe, que fue elegido prepósito
general de la Compañía en el año 1965, es del responsable de la sección española de
Radio Vaticano, el también jesuita, Juan José Fernández.
Con motivo
del centenario del nacimiento del P. Pedro Arrupe, se han celebrado en Bilbao una
serie de actos, conferencias y exposiciones para rendir homenaje a quien fuera general
de la Compañía de Jesús de 1965 a 1981, pero sobre todo una figura clave postconciliar
en la renovación de la vida religiosa. En Radio Vaticano queremos recordar a este
hombre que teniendo una variadísima gama de aspectos que manifiestan su riqueza, sin
embargo podríamos agruparlos todos en una sola realidad: era un hombre de Dios. “Primero
Dios”, como diría San Ignacio de Loyola. Sin Dios, sin la luz de Dios, todo es vano.
Algunos lo han llamado "el hombre de la utopía", otros " místico y profeta
para nuestro siglo", otros, aquel que pretendió renovar la Compañía de Jesús, en nombre
del Señor que nos dice, en el libro del Apocalipsis: "Mira, renuevo el universo".
Ese “Primero Dios” es el aspecto característico de la figura y mensaje del Padre Pedro
Arrupe que puso en movimiento toda su actividad. Se lamentaba de que por prudencia
o miedo dejáramos de hacer lo que el mundo de hoy nos pide con urgencia; tenía la
confianza en Dios como para chapuzarse en la realidad seguros del éxito de su Providencia.
El
P. Arrupe quedó impactado por experiencias provocadas desde el exterior. Una de ellas,
un "golpe de la gracia" en una visita que realizó a Lourdes. Ese viaje, esa peregrinación
cambió su prometedora carrera como médico por la vida de jesuita. Una segunda experiencia
la tuvo cuando ya era misionero en Japón. Segunda Guerra mundial. Hisoshima, bomba
atómica: el P. Arrupe estaba allí ayudando a los que sufrieron ese horror humano que
se llama la bomba atómica.
Pero hay otras experiencias que nacían de su
vida interior. A quien le preguntaba qué significaba para él Jesucristo respondía
“Todo. Para mí Jesucristo es todo…Fue mi ideal desde mi entrada en la Compañía, fue
y sigue siendo mi camino, y ha sido siempre mi fuerza. Quitad a Cristo de mi vida
y todo se desplomará, como un cuerpo al que se le quitase el esqueleto, el corazón
y la cabeza”. Es el Jesús de la Segunda semana de Ejercicios, que se despoja de sí
mismo para acercarse al hombre, un despojo que le lleva a la cruz. El P. Arrupe sufrió
ese despojo los últimos diez años de su vida, con su enfermedad, ese lugar donde siguen
estando tantos hombres y mujeres, hijos de Dios que siguen sufriendo su calvario en
el s. XXI.