Benedicto XVI reclama dar un sentido al domingo como Día del Señor y recuerda que
para los cristianos la misa no es un precepto, sino una necesidad interior
Domingo, 9 sep (RV).- Benedicto XVI en su última jornada en Austria ha celebrado esta
mañana en la catedral gótica de San Esteban de Viena -emblema y símbolo religioso
del país- una misa solemne a la que han asistido unas 20.000 personas dentro y fuera
del templo. A pesar de la incesante lluvia, el ambiente ha sido de fiesta, especialmente
por la gran participación de jóvenes y niños con sus familias. El Papa, que en su
homilía ha recordado que “sin el Día del Señor no podemos vivir”, ha pedido que “demos
alma al Domingo como Día del Señor”.
Benedicto XVI ha sido recibido por el
cardenal de Viena, Christoph Schonborn, mientras era vitoreado por los miles de fieles
presentes, que han ondeado pañuelos a su paso. El rito ha sido acompañado por el coro
de la catedral que ha cantado la conocida "Missa Cellensis", compuesta por Joseph
Haydn en 1782 en honor de la Virgen de Mariazell, que visitó ayer el Papa en el santuario
del mismo nombre, a 150 kilómetros al sureste de Viena. Al respecto, oigamos a nuestra
enviada a Viena, Cecilia de Malak.
En su homilía
el Papa ha hablado del valor profundo del domingo y de la necesidad de llenar con
el Día del Señor el vacío del tiempo libre. Para los primeros cristianos -ha dicho-
la Celebración eucarística dominical no era un precepto, sino una necesidad interior.
Sin Aquel que sostiene nuestra vida con su amor, -ha afirmado Benedicto XVI- la vida
misma está vacía. “Abandonar o traicionar este centro –dijo- quitaría a la misma vida
su dignidad interior, su fundamento y su belleza”.
También nosotros tenemos
necesidad del contacto con el Resucitado, que nos sostiene más allá de la muerte.
Tenemos necesidad de este encuentro que nos reúne, que nos dona un espacio de libertad,
que nos hace mirar más allá del activismo de la vida diaria hacia el amor creador
de Dios, del cual provenimos y hacia el cual vamos en camino. “Quien quiere solamente
poseer la propia vida, tomarla solo para sí mismo, la perderá. Sólo quien se entrega
recibe su vida”. Con otras palabras, ha explicado el Santo Padre: “sólo aquel que
ama encuentra la vida. Y el amor requiere siempre el salir de sí mismo, requiere abandonarse
a sí mismo”.
El inquieto anhelo de vida que hoy no da paz a los hombres acaba
en el vacío de la vida perdida, ha afirmado el Pontífice. Solo el amor de Dios, que
ha perdido a sí mismo por nosotros, entregándose a nosotros, hace posible también
para nosotros el ser libres. Este es el concepto que el Señor quiere comunicarnos
en el pasaje Evangélico tan aparentemente duro de este domingo. Con su palabra Él
nos dona la certeza de que podemos contar con su amor, con el amor de Dios hecho hombre.
Reconocer esto es la sabiduría de la cual habla la Lectura de hoy. Aquí también vale
la afirmación de que de nada sirve todo el saber del mundo, si no aprendemos a vivir,
si no aprendemos qué cosa verdaderamente es importante en la vida.
El domingo,
en nuestras sociedades occidentales, ha proseguido diciendo el Papa, se ha transformado
en un fin de semana, en tiempo libre. El tiempo libre es ciertamente una cosa bella
y necesaria. Pero si el tiempo libre no tiene un centro interior, del cual proviene
una orientación en su conjunto, acaba por ser tiempo vacío que no nos fortalece y
recrea.
El tiempo libre –ha señalado Benedicto XVI- necesita un centro: el
encuentro con Aquel que es nuestro origen y nuestra meta. Precisamente porque en el
domingo se trata en profundidad el encuentro, en la Palabra y en el Sacramento, con
Cristo resucitado, el alcance de este día abraza la realidad entera. El domingo es
para la Iglesia también la fiesta semanal de la creación, la fiesta del agradecimiento
y de la alegría por la creación de Dios. En una época en la cual, a causa de nuestras
intervenciones humanas, la creación parece expuesta a múltiples peligros, tendríamos
que acoger conscientemente inclusive esta dimensión del domingo.
Ser hijo
significa -lo sabía muy bien la Iglesia primitiva- ser una persona libre, no un siervo,
sino uno que pertenece personalmente a la familia. Y significa ser heredero. Si nosotros
pertenecemos a aquél Dios que es el poder sobre todo poder, entonces seremos libres
y herederos de la herencia que Él nos ha dejado: su Amor.
Les ofrecemos
a continuación el texto íntegro de la homilía: Queridos hermanos y hermanas “Sine
dominico non possumus!” Sin el don del Señor, sin el Día del Señor no podemos
vivir: así respondieron en el año 304 algunos cristianos de Abitene en la actual
Túnez cuando, sorprendidos en la Celebración eucarística dominical, que estaba prohibida,
fueron conducidos ante el juez y se les preguntó por qué, de Domingo, habían celebrado
la función religiosa cristiana, a sabiendas que esto era castigado con la muerte.
“Sine dominico non possumus“. En la palabra dominico están enlazados
indisolublemente dos significados, cuya unidad debemos de nuevo aprender a percibir.
Se encuentra sobretodo el don del Señor – este don es El mismo: el Resucitado, de
cuyo contacto y cercanía los cristianos tienen necesidad para ser ellos mismos. Esto,
sin embargo, no es sólo un contacto espiritual, interno, subjetivo: el encuentro con
el Señor se inscribe en el tiempo a través de un día preciso. Y de esta manera se
inscribe en nuestra existencia concreta, corpórea y comunitaria, que es temporalidad.
Da a nuestro tiempo, y por tanto a nuestra vida en su conjunto, un centro, un orden
interior. Para aquellos cristianos la Celebración eucarística dominical no era un
precepto, sino una necesidad interior. Sin Aquel que sostiene nuestra vida con su
amor, la vida misma es vacía. Abandonar o traicionar este centro quitaría a la misma
vida su fundamento, su dignidad interior y su belleza.
¿Tiene relevancia esta
actitud de los cristianos de entonces también para nosotros cristianos de hoy? Sí,
es válida también para nosotros, que tenemos necesidad de una relación que nos sostenga
y de orientación y contenido a nuestra vida. También nosotros tenemos necesidad del
contacto con el Resucitado, que nos sostiene más allá de la muerte. Tenemos necesidad
de este encuentro que nos reúne, que nos dona un espacio de libertad, que nos hace
mirar más allá del activismo de la vida diaria hacia el amor creador de Dios, del
cual provenimos y hacia el cual vamos en camino.
Si volvemos con atención
al pasaje evangélico de hoy, y escuchamos al Señor que en él nos habla, nos asustamos.
“Quien no renuncia a toda su propiedad y no busca también todos los lazos familiares,
no puede ser mi discípulo”. “ Quisiéramos objetar: ¿pero qué cosa estas diciendo,
Señor? ¿Acaso el mundo no tiene necesidad justamente de la familia? ¿Acaso no tiene
necesidad del amor paterno y materno, del amor entre padres e hijos, entre el hombre
y la mujer? ¿Acaso no tenemos necesidad del amor de la vida, necesidad de la alegría
de vivir? ¿Acaso no son necesarias también personas que inviertan en los bienes de
este mundo y construyan la tierra que nos ha sido dada, de modo que todos puedan participar
de sus dones? ¿Acaso no nos ha sido confiada también la tarea de proveer al desarrollo
de la tierra y de sus bienes? Si escuchamos mejor al Señor y lo escuchamos en el
conjunto de todo aquello que El nos dice, entonces comprendemos que Jesús no exige
de todos la misma cosa. Cada uno tiene su tarea personal y el tipo de seguimiento
proyectado para él. En el Evangelio de hoy, Jesús habla directamente de aquello que
no es tarea de los muchos que se habían unido a El durante la peregrinación hacia
Jerusalén, sino que es una llamada particular para los Doce (apóstoles). Ellos, antes
que nada, deben superar el escándalo de la Cruz y luego deben estar preparados para
dejar verdaderamente todo y aceptar la misión aparentemente absurda de ir hasta los
confines de la tierra y, con su escasa cultura, anunciar a un mundo lleno de presunta
erudición y de formación ficticia o verdadera – y en particular también a los pobres
y a los sencillos- el Evangelio de Jesucristo. Deben estar preparados, sobre su camino
en la vastedad del mundo, para sufrir en primera persona el martirio, y así dar testimonio
del Evangelio del Señor crucificado y resucitado. Si la palabra de Jesús esta dirigida
principalmente a los Doce, su llamada naturalmente alcanza, más allá del momento histórico,
todos los siglos. En todos los tiempos El llama a las personas a contar exclusivamente
con El, a dejar todo lo demás y a estar totalmente a su disposición y de este modo
a disposición de los demás: a crear oasis de amor desinteresado en un mundo, en el
cual tantas veces parecen contar solamente el poder y el dinero. ¡Agradecemos al Señor,
porque en todos los siglos nos ha donado hombres y mujeres que por amor suyo han dejado
todo lo demás, haciéndose signos luminosos de su amor! ¡Basta pensar en personas como
San Benito y Escolástica, como Francisco y Clara, Isabel de Hungría y Eduviges de
Polonia, como Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila hasta Madre Teresa de Calcuta y Padre
Pío! Estas personas, con toda su vida, se han convertido en una interpretación de
la palabra de Jesús, que en ellos se hace cercana y comprensiva para nosotros. Oremos
al Señor, para que también en nuestro tiempo done a tantas personas el valor de dejarlo
todo, para así estar a disposición de todos.
Pero si ahora volvemos al Evangelio,
podemos percatarnos de que el Señor no habla solamente de algunos pocos y de su tarea
particular; el sentido de aquello que El dice vale para todos. De qué cosa se trata
en última instancia, lo expresa una vez más de la siguiente manera: “quien quiera
salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues,
¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se
arruina?” (Lc 9, 24s). Quien quiere solamente poseer la propia vida, tomarla
solo para sí mismo, la perderá. Solo quien se entrega recibe su vida. Con otras palabras:
solo aquel que ama encuentra la vida. Y el amor requiere siempre el salir de si mismo,
requiere abandonarse a sí mismo. Quien mira hacia atrás para buscarse y quiere tener
al otro solamente para sí, justamente de este modo pierde a sí mismo y al otro. Sin
éste más profundo perderse a sí mismo no hay vida. El inquieto anhelo de vida que
hoy no da paz a los hombres acaba en el vacío de la vida perdida. “quien pierda su
vida por mí…”, dice el Señor: un dejar a sí mismo, en modo más radical, es posible
solo si con ello al final no se cae en el vacío, sino en las manos del Amor eterno.
Solo el amor de Dios, que ha perdido a sí mismo por nosotros entregándose a nosotros,
hace posible también para nosotros el ser libres, de dejar perder y así encontrar
verdaderamente la vida. Este es el concepto que el Señor quiere comunicarnos en el
pasaje evangélico tan aparentemente duro de este Domingo. Con su palabra El nos dona
la certeza de que podemos contar con su amor, con el amor de Dios hecho hombre. Reconocer
esto es la sabiduría de la cual habla la lectura de hoy. Aquí también vale la afirmación
de que de nada sirve todo el saber del mundo, si no aprendemos a vivir, si no aprendemos
qué cosa verdaderamente es importante en la vida.
“Sine dominico non possumus!”.
Sin el Señor y el día que Le pertenece no se realiza una vida bien lograda. El Domingo,
en nuestras sociedades occidentales, se ha transformado en un fin de semana, en tiempo
libre. El tiempo libre, especialmente en la prisa del mundo moderno, ciertamente es
una cosa bella y necesaria. Pero si el tiempo libre no tiene un centro interior, del
cual proviene una orientación en su conjunto, acaba por ser tiempo vacío que no nos
fortalece y recrea. El tiempo libre necesita de un centro –el encuentro con Aquel
que es nuestro origen y nuestra meta. Mi gran predecesor en la sede episcopal de
Munich y Freising, el Cardenal Faulhaber, lo expresó una vez
de la siguiente manera: “Da al alma su Domingo, da al Domingo su alma”.
Precisamente
porque en el Domingo se trata en profundidad el encuentro, en la Palabra y en el Sacramento,
con el Cristo resucitado, el alcance de este día abraza la realidad entera. Los primeros
cristianos han celebrado el primer día de la semana como Día del Señor, porque era
el día de la resurrección. Sin embargo muy pronto la Iglesia tomó conciencia también
del hecho de que el primer día de la semana es el día de la mañana de la creación,
el día en el que Dios dijo «Haya luz» (Gn 1,3). Por esto el Domingo es para
la Iglesia también la fiesta semanal de la creación –la fiesta del agradecimiento
y de la alegría por la creación de Dios. En una época, en la cual, a causa de nuestras
intervenciones humanas, la creación parece expuesta a múltiples peligros, tendríamos
que acoger conscientemente inclusive esta dimensión del Domingo. Para la Iglesia primitiva,
el primer día, después, ha asimilado progresivamente también la herencia del séptimo
día, el šabbat. Participamos en el reposo de Dios, un reposo que abraza a
todos los hombres. Así percibimos en este día un poco de la libertad y de la igualdad
de todas las creaturas de Dios.
En la oración de este Domingo recordamos principalmente
que Dios, mediante su Hijo, nos ha redimido y adoptado como hijos amados. Luego le
pedimos que mire con benevolencia a los creyentes en Cristo y que nos done la verdadera
libertad y la vida eterna. Rezamos por la mirada de bondad de Dios. Nosotros mismos
tenemos necesidad de esta mirada de bondad, más allá del Domingo, hasta la vida de
cada día. Al orar sabemos que esta mirada ya nos ha sido donada, es más, sabemos
que Dios nos ha adoptado como hijos, nos ha acogido verdaderamente en la comunión
consigo mismo. Ser hijo significa – lo sabía muy bien la Iglesia primitiva- ser una
persona libre, no un siervo, sino uno que pertenece personalmente a la familia. Y
significa ser heredero. Si nosotros pertenecemos a aquél Dios que es el poder sobre
todo poder, entonces no tememos y somos libres. Y somos herederos. La herencia que
El nos ha dejado es El mismo, su Amor. Sí, Señor, haz que este conocimiento nos penetre
profundamente en el alma y que así aprendamos el gozo de los redimidos. Amén.