Las familias españolas acogen a niños saharauis este verano
Jueves, 12 jul (RV).- Verano no sólo significa vacaciones, sol, playa o montaña, significa
también solidaridad para muchas familias españolas que han decidido acoger en sus
casas a niños saharauis.
En el marco del programa “Vacaciones en Paz”, varias
familias españolas están acogiendo durante este verano a 10.000 niños saharauis según
indicó la semana pasada el secretario de la Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui
del Noroeste, Jesús Molina. De esos 10.000 niños que han hecho sus maletas para viajar
a España, 140 son menores, con una edad comprendida entre los 8 y los 12 años. Los
niños procedentes de los campamentos de refugiados de Tinduf (al sureste de Argelia)
llegaron a nuestro país, en concreto a la región de Murcia, esta semana y permanecerán
ahí durante un plazo de dos meses. La novedad este año es que de los niños y niñas
que han realizado este viaje, ocho tiene discapacidad auditiva, por lo que serán recibidos
por monitores especializados.
Entre los objetivos del programa “Vacaciones
de Paz”, que lleva funcionando desde hace una década está: alejar a los menores, por
un tiempo, de las duras condiciones de vida en los campamentos de refugiados, proporcionarles
la oportunidad de disfrutar y vivir durante dos meses en un ambiente diferente al
de la tensión permanente derivada de la situación de guerra y refugio a la que se
ven sometidos. Entre los fines de la acogida tampoco se puede desestimar el de facilitar
a los niños, en la medida de lo posible, la superación de las carencias de salud y
de alimentación con las que llegan. Este programa también intenta mejorar sus conocimientos
de español y a acrecentar el conocimiento mutuo y potenciar la tradicional e histórica
amistad entre el pueblo saharaui y el pueblo español.
Con este ejemplo se
cumple la petición que realizara Juan Pablo II en 2003 al dirigirse a la Conferencia
Episcopal Regional del Norte de África (CERNA) en visita Ad Limina: “No temáis acoger
la novedad que pueden aportar los hermanos y las hermanas procedentes de otros continentes
o de otras culturas, con espiritualidades y sensibilidades diferentes. La Iglesia
siempre se alegrará de ser, a imagen de la primera comunidad de Jerusalén, una comunidad
fraterna donde cada uno puede encontrar su lugar, al servicio del bien común (cf.
Hch 2, 32).
Porque así es el espíritu que nos tiene que invadir ante culturas
diferentes, un espíritu con el que valoremos las riquezas de las diferentes tradiciones,
que al fin y al cabo contemplan los principios básicos del sentido de la comunidad
y el gusto por la comunión fraterna, el signo de la pobreza y la disponibilidad hacia
el prójimo, la escucha atenta del otro y el sentido de la presencia discreta y afectuosa,
y la alegría de anunciar y compartir la buena nueva. “Estas riquezas espirituales
–finalizaba Juan Pablo II- vividas con fidelidad por las familias religiosas que participan
en la vida de vuestras diócesis, siempre pueden dar fruto para bien de las comunidades”.