La voz del Santo Padre en su discurso de Aparecida
DISCURSO COMPLETO Queridos
Hermanos en el Episcopado, amados sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. Queridos
observadores de otras confesiones religiosas:
Es motivo de gran alegría
estar hoy aquí con vosotros para inaugurar la V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, que se celebra junto al Santuario de Nuestra Señora
Aparecida, Patrona del Brasil. Quiero que mis primeras palabras sean de acción de
gracias y de alabanza a Dios por el gran don de la fe cristiana a las gentes de este
Continente.
1. La fe cristiana en América Latina
La
fe en Dios ha animado la vida y la cultura de estos pueblos durante más de cinco siglos.
Del encuentro de esa fe con las etnias originarias ha nacido la rica cultura cristiana
de este Continente expresada en el arte, la música, la literatura y, sobre todo, en
las tradiciones religiosas y en la idiosincrasia de sus gentes, unidas por una misma
historia y un mismo credo, y formando una gran sintonía en la diversidad de culturas
y de lenguas. En la actualidad, esa misma fe ha de afrontar serios retos, pues están
en juego el desarrollo armónico de la sociedad y la identidad católica de sus pueblos.
A este respecto, la V Conferencia General va a reflexionar sobre esta situación para
ayudar a los fieles cristianos a vivir su fe con alegría y coherencia, a tomar conciencia
de ser discípulos y misioneros de Cristo, enviados por Él al mundo para anunciar y
dar testimonio de nuestra fe y amor.
Pero, ¿qué ha significado
la aceptación de la fe cristiana para los pueblos de América Latina y del Caribe?
Para ellos ha significado conocer y acoger a Cristo, el Dios desconocido que sus antepasados,
sin saberlo, buscaban en sus ricas tradiciones religiosas. Cristo era el Salvador
que anhelaban silenciosamente. Ha significado también haber recibido, con las aguas
del bautismo, la vida divina que los hizo hijos de Dios por adopción; haber recibido,
además, el Espíritu Santo que ha venido a fecundar sus culturas, purificándolas y
desarrollando los numerosos gérmenes y semillas que el Verbo encarnado había puesto
en ellas, orientándolas así por los caminos del Evangelio. En efecto, el anuncio de
Jesús y de su Evangelio no supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas
precolombinas, ni fue una imposición de una cultura extraña. Las auténticas culturas
no están cerradas en sí mismas ni petrificadas en un determinado punto de la historia,
sino que están abiertas, más aún, buscan el encuentro con otras culturas, esperan
alcanzar la universalidad en el encuentro y el diálogo con otras formas de vida y
con los elementos que puedan llevar a una nueva síntesis en la que se respete siempre
la diversidad de las expresiones y de su realización cultural concreta.
En
última instancia, sólo la verdad unifica y su prueba es el amor. Por eso Cristo, siendo
realmente el Logos encarnado, “el amor hasta el extremo”, no es ajeno a cultura alguna
ni a ninguna persona; por el contrario, la respuesta anhelada en el corazón de las
culturas es lo que les da su identidad última, uniendo a la humanidad y respetando
a la vez la riqueza de las diversidades, abriendo a todos al crecimiento en la verdadera
humanización, en el auténtico progreso. El Verbo de Dios, haciéndose carne en Jesucristo,
se hizo también historia y cultura. La utopía de volver a dar vida a las
religiones precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería
un progreso, sino un retroceso. En realidad sería una involución hacia un momento
histórico anclado en el pasado.
La sabiduría de los pueblos
originarios les llevó afortunadamente a formar una síntesis entre sus culturas y la
fe cristiana que los misioneros les ofrecían. De allí ha nacido la rica y profunda
religiosidad popular, en la cual aparece el alma de los pueblos latinoamericanos:
- El amor a Cristo sufriente, el Dios de la compasión, del perdón y de
la reconciliación; el Dios que nos ha amado hasta entregarse por nosotros; -
El amor al Señor presente en la Eucaristía, el Dios encarnado, muerto y resucitado
para ser Pan de Vida; - El Dios cercano a los pobres y a los que sufren;
- La profunda devoción a la Santísima Virgen de Guadalupe, de Aparecida
o de las diversas advocaciones nacionales y locales. Cuando la Virgen de Guadalupe
se apareció al indio san Juan Diego le dijo estas significativas palabras: “¿No estoy
yo aquí que soy tu madre?, ¿no estás bajo mi sombra y resguardo?, ¿no soy yo la fuente
de tu alegría?, ¿no estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?” (Nican
Mopohua, nn. 118-119 ). Esta religiosidad se expresa también en la devoción
a los santos con sus fiestas patronales, en el amor al Papa y a los demás Pastores,
en el amor a la Iglesia universal como gran familia de Dios que nunca puede ni debe
dejar solos o en la miseria a sus propios hijos. Todo ello forma el gran mosaico de
la religiosidad popular que es el precioso tesoro de la Iglesia católica en América
Latina, y que ella debe proteger, promover y, en lo que fuera necesario, también purificar.
2.
Continuidad con las otras Conferencias
Esta V Conferencia
General se celebra en continuidad con las otras cuatro que la precedieron en Río de
Janeiro, Medellín, Puebla y Santo Domingo. Con el mismo espíritu que las animó, los
Pastores quieren dar ahora un nuevo impulso a la evangelización, a fin de que estos
pueblos sigan creciendo y madurando en su fe, para ser luz del mundo y testigos de
Jesucristo con la propia vida.
Después de la IV Conferencia
General, en Santo Domingo, muchas cosas han cambiado en la sociedad. La Iglesia, que
participa de los gozos y esperanzas, de las penas y alegrías de sus hijos, quiere
caminar a su lado en este período de tantos desafíos, para infundirles siempre esperanza
y consuelo (cf. Gaudium et spes, 1).
En el mundo de hoy
se da el fenómeno de la globalización como un entramado de relaciones a nivel planetario.
Aunque en ciertos aspectos es un logro de la gran familia humana y una señal de su
profunda aspiración a la unidad, sin embargo comporta también el riesgo de los grandes
monopolios y de convertir el lucro en valor supremo. Como en todos los campos de la
actividad humana, la globalización debe regirse también por la ética, poniendo todo
al servicio de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios.
En
América Latina y el Caribe, igual que en otras regiones, se ha evolucionado hacia
la democracia, aunque haya motivos de preocupación ante formas de gobierno autoritarias
o sujetas a ciertas ideologías que se creían superadas, y que no corresponden con
la visión cristiana del hombre y de la sociedad, como nos enseña la Doctrina social
de la Iglesia. Por otra parte, la economía liberal de algunos países latinoamericanos
ha de tener presente la equidad, pues siguen aumentando los sectores sociales que
se ven probados cada vez más por una enorme pobreza o incluso expoliados de los propios
bienes naturales.
En las Comunidades eclesiales de América
Latina es notable la madurez en la fe de muchos laicos y laicas, activos y entregados
al Señor, junto con la presencia de muchos abnegados catequistas, de tantos jóvenes,
de nuevos movimientos eclesiales y de recientes Institutos de vida consagrada. Se
demuestran fundamentales muchas obras católicas educativas, asistenciales y hospitalarias.
Se percibe, sin embargo, un cierto debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto
de la sociedad y de la propia pertenencia a la Iglesia católica debido al secularismo,
al hedonismo, al indiferentismo y al proselitismo de numerosas sectas, de religiones
animistas y de nuevas expresiones seudoreligiosas.
Todo
ello configura una situación nueva que será analizada aquí, en Aparecida. Ante la
nueva encrucijada, los fieles esperan de esta V Conferencia una renovación y revitalización
de su fe en Cristo, nuestro único Maestro y Salvador, que nos ha revelado la experiencia
única del Amor infinito de Dios Padre a los hombres. De esta fuente podrán surgir
nuevos caminos y proyectos pastorales creativos, que infundan una firme esperanza
para vivir de manera responsable y gozosa la fe e irradiarla así en el propio ambiente.
3.
Discípulos y misioneros
Esta Conferencia General tiene
como tema: “Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él
tengan vida. -Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida-” (Jn 14,6). La Iglesia
tiene la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del Pueblo de Dios, y recordar
también a los fieles de este Continente que, en virtud de su bautismo, están llamados
a ser discípulos y misioneros de Jesucristo. Esto conlleva seguirlo, vivir en intimidad
con Él, imitar su ejemplo y dar testimonio. Todo bautizado recibe de Cristo, como
los Apóstoles, el mandato de la misión: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena
Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará” (Mc 16,15). Pues
ser discípulos y misioneros de Jesucristo y buscar la vida “en Él” supone estar profundamente
enraizados en Él.
¿Qué nos da Cristo realmente?¿Por qué
queremos ser discípulos de Cristo? Porque esperamos encontrar en la comunión con Él
la vida, la verdadera vida digna de este nombre, y por esto queremos darlo a conocer
a los demás, comunicarles el don que hemos hallado en Él. Pero, ¿es esto así? ¿Estamos
realmente convencidos de que Cristo es el camino, la verdad y la vida?
Ante
la prioridad de la fe en Cristo y de la vida “en Él”, formulada en el título de esta
V Conferencia, podría surgir también otra cuestión: Esta prioridad, ¿no podría ser
acaso una fuga hacia el intimismo, hacia el individualismo religioso, un abandono
de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de
América Latina y del mundo, y una fuga de la realidad hacia un mundo espiritual?
Como
primer paso podemos responder a esta pregunta con otra: ¿Qué es esta “realidad”? ¿Qué
es lo real? ¿Son “realidad” sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos
y políticos? Aquí está precisamente el gran error de las tendencias dominantes en
el último siglo, error destructivo, como demuestran los resultados tanto de los sistemas
marxistas como incluso de los capitalistas. Falsifican el concepto de realidad con
la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que es Dios. Quien excluye
a Dios de su horizonte falsifica el concepto de “realidad” y, en consecuencia, sólo
puede terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas.
La
primera afirmación fundamental es, pues, la siguiente: Sólo quien reconoce a Dios,
conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano. La
verdad de esta tesis resulta evidente ante el fracaso de todos los sistemas que ponen
a Dios entre paréntesis.
Pero surge inmediatamente otra
pregunta: ¿Quién conoce a Dios? ¿Cómo podemos conocerlo? No podemos entrar aquí en
un complejo debate sobre esta cuestión fundamental. Para el cristiano el núcleo de
la respuesta es simple: Sólo Dios conoce a Dios, sólo su Hijo que es Dios de Dios,
Dios verdadero, lo conoce. Y Él, “que está en el seno del Padre, lo ha contado” (Jn
1,18). De aquí la importancia única e insustituible de Cristo para nosotros, para
la humanidad. Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte
en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad.
Dios
es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro
humano; es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz. Cuando el discípulo
llega a la comprensión de este amor de Cristo “hasta el extremo”, no puede dejar de
responder a este amor sino es con un amor semejante: “Te seguiré adondequiera que
vayas” (Lc 9,57).
Todavía nos podemos hacer otra pregunta:
¿Qué nos da la fe en este Dios? La primera respuesta es: nos da una familia, la familia
universal de Dios en la Iglesia católica. La fe nos libera del aislamiento del yo,
porque nos lleva a la comunión: el encuentro con Dios es, en sí mismo y como tal,
encuentro con los hermanos, un acto de convocación, de unificación, de responsabilidad
hacia el otro y hacia los demás. En este sentido, la opción preferencial por los pobres
está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros,
para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9).
Pero antes
de afrontar lo que comporta el realismo de la fe en el Dios hecho hombre, tenemos
que profundizar en la pregunta: ¿cómo conocer realmente a Cristo para poder seguirlo
y vivir con Él, para encontrar la vida en Él y para comunicar esta vida a los demás,
a la sociedad y al mundo? Ante todo, Cristo se nos da a conocer en su persona, en
su vida y en su doctrina por medio de la Palabra de Dios. Al iniciar la nueva etapa
que la Iglesia misionera de América Latina y del Caribe se dispone a emprender, a
partir de esta V Conferencia General en Aparecida, es condición indispensable el conocimiento
profundo de la Palabra de Dios.
Por esto, hay que educar
al pueblo en la lectura y meditación de la Palabra de Dios: que ella se convierta
en su alimento para que, por propia experiencia, vean que las palabras de Jesús son
espíritu y vida (cf. Jn 6,63). De lo contrario, ¿cómo van a anunciar un mensaje cuyo
contenido y espíritu no conocen a fondo? Hemos de fundamentar nuestro compromiso misionero
y toda nuestra vida en la roca de la Palabra de Dios. Para ello, animo a los Pastores
a esforzarse en darla a conocer.
Un gran medio para introducir
al Pueblo de Dios en el misterio de Cristo es la catequesis. En ella se trasmite de
forma sencilla y substancial el mensaje de Cristo. Convendrá por tanto intensificar
la catequesis y la formación en la fe, tanto de los niños como de los jóvenes y adultos.
La reflexión madura de la fe es luz para el camino de la vida y fuerza para ser testigos
de Cristo. Para ello se dispone de instrumentos muy valiosos como son el Catecismo
de la Iglesia Católica y su versión más breve, el Compendio del Catecismo de la Iglesia
Católica.
En este campo no hay que limitarse sólo a las
homilías, conferencias, cursos de Biblia o teología, sino que se ha de recurrir también
a los medios de comunicación: prensa, radio y televisión, sitios de Internet, foros
y tantos otros sistemas para comunicar eficazmente el mensaje de Cristo a un gran
número de personas.
En este esfuerzo por conocer el mensaje
de Cristo y hacerlo guía de la propia vida, hay que recordar que la evangelización
ha ido unida siempre a la promoción humana y a la auténtica liberación cristiana.
“Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a
Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios” (Deus caritas est, 15). Por lo mismo, será
también necesaria una catequesis social y una adecuada formación en la doctrina social
de la Iglesia, siendo muy útil para ello el “Compendio de la Doctrina Social de la
Iglesia”. La vida cristiana no se expresa solamente en las virtudes personales, sino
también en las virtudes sociales y políticas. El discípulo,
fundamentado así en la roca de la Palabra de Dios, se siente impulsado a llevar la
Buena Nueva de la salvación a sus hermanos. Discipulado y misión son como las dos
caras de una misma medalla: cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede
dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4,12). En efecto, el discípulo
sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro.
4.
“Para que en Él tengan vida”
Los pueblos latinoamericanos
y caribeños tienen derecho a una vida plena, propia de los hijos de Dios, con unas
condiciones más humanas: libres de las amenazas del hambre y de toda forma de violencia.
Para estos pueblos, sus Pastores han de fomentar una cultura de la vida que permita,
como decía mi predecesor Pablo VI, “pasar de la miseria a la posesión de lo necesario,
a la adquisición de la cultura… a la cooperación en el bien común… hasta el reconocimiento,
por parte del hombre, de los valores supremos y de Dios, que de ellos es la fuente
y el fin” (Populorum progressio, 21).
En este contexto me
es grato recordar la Encíclica “Populorum progressio”, cuyo 40 aniversario recordamos
este año. Este documento pontificio pone en evidencia que el desarrollo auténtico
ha de ser integral, es decir, orientado a la promoción de todo el hombre y de todos
los hombres (cf. n. 14), e invita a todos a suprimir las graves desigualdades sociales
y las enormes diferencias en el acceso a los bienes. Estos pueblos anhelan, sobre
todo, la plenitud de vida que Cristo nos ha traído: “Yo he venido para que tengan
vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Con esta vida divina se desarrolla también
en plenitud la existencia humana, en su dimensión personal, familiar, social y cultural.
Para
formar al discípulo y sostener al misionero en su gran tarea, la Iglesia les ofrece,
además del Pan de la Palabra, el Pan de la Eucaristía. A este respecto nos inspira
e ilumina la página del Evangelio sobre los discípulos de Emaús. Cuando éstos se sientan
a la mesa y reciben de Jesucristo el pan bendecido y partido, se les abren los ojos,
descubren el rostro del Resucitado, sienten en su corazón que es verdad todo lo que
Él ha dicho y hecho, y que ya ha iniciado la redención del mundo. Cada domingo y cada
Eucaristía es un encuentro personal con Cristo. Al escuchar la Palabra divina, el
corazón arde porque es Él quien la explica y proclama. Cuando en la Eucaristía se
parte el pan, es a Él a quien se recibe personalmente. La Eucaristía es el alimento
indispensable para la vida del discípulo y misionero de Cristo. La
Misa dominical, centro de la vida cristiana
De aquí la necesidad
de dar prioridad, en los programas pastorales, a la valorización de la Misa dominical.
Hemos de motivar a los cristianos para que participen en ella activamente y, si es
posible, mejor con la familia. La asistencia de los padres con sus hijos a la celebración
eucarística dominical es una pedagogía eficaz para comunicar la fe y un estrecho vínculo
que mantiene la unidad entre ellos. El domingo ha significado, a lo largo de la vida
de la Iglesia, el momento privilegiado del encuentro de las comunidades con el Señor
resucitado.
Es necesario que los cristianos experimenten
que no siguen a un personaje de la historia pasada, sino a Cristo vivo, presente en
el hoy y el ahora de sus vidas. Él es el Viviente que camina a nuestro lado, descubriéndonos
el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la muerte, de la alegría y de la
fiesta, entrando en nuestras casas y permaneciendo en ellas, alimentándonos con el
Pan que da la vida. Por eso la celebración dominical de la Eucaristía ha de ser el
centro de la vida cristiana.
El encuentro con Cristo en
la Eucaristía suscita el compromiso de la evangelización y el impulso a la solidaridad;
despierta en el cristiano el fuerte deseo de anunciar el Evangelio y testimoniarlo
en la sociedad para que sea más justa y humana. De la Eucaristía ha brotado a lo largo
de los siglos un inmenso caudal de caridad, de participación en las dificultades de
los demás, de amor y de justicia. ¡Sólo de la Eucaristía brotará la civilización del
amor, que transformará Latinoamérica y el Caribe para que, además de ser el Continente
de la Esperanza, sea también el Continente del Amor!
Los
problemas sociales y políticos
Llegados a este punto
podemos preguntarnos ¿cómo puede contribuir la Iglesia a la solución de los urgentes
problemas sociales y políticos, y responder al gran desafío de la pobreza y de la
miseria? Los problemas de América Latina y del Caribe, así como del mundo de hoy,
son múltiples y complejos, y no se pueden afrontar con programas generales. Sin embargo,
la cuestión fundamental sobre el modo cómo la Iglesia, iluminada por la fe en Cristo,
deba reaccionar ante estos desafíos, nos concierne a todos. En este contexto es inevitable
hablar del problema de las estructuras, sobre todo de las que crean injusticia. En
realidad, las estructuras justas son una condición sin la cual no es posible un orden
justo en la sociedad. Pero, ¿cómo nacen?, ¿cómo funcionan? Tanto el capitalismo como
el marxismo prometieron encontrar el camino para la creación de estructuras justas
y afirmaron que éstas, una vez establecidas, funcionarían por sí mismas; afirmaron
que no sólo no habrían tenido necesidad de una precedente moralidad individual, sino
que ellas fomentarían la moralidad común. Y esta promesa ideológica se ha demostrado
que es falsa. Los hechos lo ponen de manifiesto. El sistema marxista, donde ha gobernado,
no sólo ha dejado una triste herencia de destrucciones económicas y ecológicas, sino
también una dolorosa destrucción del espíritu. Y lo mismo vemos también en occidente,
donde crece constantemente la distancia entre pobres y ricos y se produce una inquietante
degradación de la dignidad personal con la droga, el alcohol y los sutiles espejismos
de felicidad.
Las estructuras justas son, como he dicho,
una condición indispensable para una sociedad justa, pero no nacen ni funcionan sin
un consenso moral de la sociedad sobre los valores fundamentales y sobre la necesidad
de vivir estos valores con las necesarias renuncias, incluso contra el interés personal.
Donde
Dios está ausente – el Dios del rostro humano de Jesucristo – estos valores no se
muestran con toda su fuerza, ni se produce un consenso sobre ellos. No quiero decir
que los no creyentes no puedan vivir una moralidad elevada y ejemplar; digo solamente
que una sociedad en la que Dios está ausente no encuentra el consenso necesario sobre
los valores morales y la fuerza para vivir según la pauta de estos valores, aun contra
los propios intereses.
Por otro lado, las estructuras justas
han de buscarse y elaborarse a la luz de los valores fundamentales, con todo el empeño
de la razón política, económica y social. Son una cuestión de la recta ratio y no
provienen de ideologías ni de sus promesas. Ciertamente existe un tesoro de experiencias
políticas y de conocimientos sobre los problemas sociales y económicos, que evidencian
elementos fundamentales de un estado justo y los caminos que se han de evitar. Pero
en situaciones culturales y políticas diversas, y en el cambio progresivo de las tecnologías
y de la realidad histórica mundial, se han de buscar de manera racional las respuestas
adecuadas y debe crearse – con los compromisos indispensables – el consenso sobre
las estructuras que se han de establecer.
Este trabajo político
no es competencia inmediata de la Iglesia. El respeto de una sana laicidad – incluso
con la pluralidad de las posiciones políticas – es esencial en la tradición cristiana
auténtica. Si la Iglesia comenzara a transformarse directamente en sujeto político,
no haría más por los pobres y por la justicia, sino que haría menos, porque perdería
su independencia y su autoridad moral, identificándose con una única vía política
y con posiciones parciales opinables. La Iglesia es abogada de la justicia y de los
pobres, precisamente al no identificarse con los políticos ni con los intereses de
partido. Sólo siendo independiente puede enseñar los grandes criterios y los valores
inderogables, orientar las conciencias y ofrecer una opción de vida que va más allá
del ámbito político. Formar las conciencias, ser abogada de la justicia y de la verdad,
educar en las virtudes individuales y políticas, es la vocación fundamental de la
Iglesia en este sector. Y los laicos católicos deben ser concientes de su responsabilidad
en la vida pública; deben estar presentes en la formación de los consensos necesarios
y en la oposición contra las injusticias.
Las estructuras
justas jamás serán completas de modo definitivo; por la constante evolución de la
historia, han de ser siempre renovadas y actualizadas; han de estar animadas siempre
por un “ethos” político y humano, por cuya presencia y eficiencia se ha de trabajar
siempre. Con otras palabras, la presencia de Dios, la amistad con el Hijo de Dios
encarnado, la luz de su Palabra, son siempre condiciones fundamentales para la presencia
y eficiencia de la justicia y del amor en nuestras sociedades.
Por
tratarse de un Continente de bautizados, conviene colmar la notable ausencia, en el
ámbito político, comunicativo y universitario, de voces e iniciativas de líderes católicos
de fuerte personalidad y de vocación abnegada, que sean coherentes con sus convicciones
éticas y religiosas. Los movimientos eclesiales tienen aquí un amplio campo para recordar
a los laicos su responsabilidad y su misión de llevar la luz del Evangelio a la vida
pública, cultural, económica y política.
5. Otros campos
prioritarios
Para llevar a cabo la renovación de la
Iglesia a vosotros confiada en estas tierras, quisiera fijar la atención con vosotros
sobre algunos campos que considero prioritarios en esta nueva etapa.
La
familia
La familia, “patrimonio de la humanidad”, constituye
uno de los tesoros más importantes de los pueblos latinoamericanos. Ella ha sido y
es escuela de la fe, palestra de valores humanos y cívicos, hogar en el que la vida
humana nace y se acoge generosa y responsablemente. Sin embargo, en la actualidad
sufre situaciones adversas provocadas por el secularismo y el relativismo ético, por
los diversos flujos migratorios internos y externos, por la pobreza, por la inestabilidad
social y por legislaciones civiles contrarias al matrimonio que, al favorecer los
anticonceptivos y el aborto, amenazan el futuro de los pueblos.
En
algunas familias de América Latina persiste aún por desgracia una mentalidad machista,
ignorando la novedad del cristianismo que reconoce y proclama la igual dignidad y
responsabilidad de la mujer respecto al hombre.
La familia
es insustituible para la serenidad personal y para la educación de los hijos. Las
madres que quieren dedicarse plenamente a la educación de sus hijos y al servicio
de la familia han de gozar de las condiciones necesarias para poderlo hacer, y para
ello tienen derecho a contar con el apoyo del Estado. En efecto, el papel de la madre
es fundamental para el futuro de la sociedad.
El padre, por su parte,
tiene el deber de ser verdaderamente padre, que ejerce su indispensable responsabilidad
y colaboración en la educación de sus hijos. Los hijos, para su crecimiento integral,
tienen el derecho de poder contar con el padre y la madre, para que cuiden de ellos
y los acompañen hacia la plenitud de su vida. Es necesaria, pues, una pastoral familiar
intensa y vigorosa. Es indispensable también promover políticas familiares auténticas
que respondan a los derechos de la familia como sujeto social imprescindible. La familia
forma parte del bien de los pueblos y de la humanidad entera.
6.
“Quédate con nosotros”
Los trabajos de esta V Conferencia
General nos llevan a hacer nuestra la súplica de los discípulos de Emaús: “Quédate
con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado” (Lc 24, 29).
Quédate
con nosotros, Señor, acompáñanos aunque no siempre hayamos sabido reconocerte. Quédate
con nosotros, porque en torno a nosotros se van haciendo más densas las sombras, y
tú eres la Luz; en nuestros corazones se insinúa la desesperanza, y tú los haces arder
con la certeza de la Pascua. Estamos cansados del camino, pero tú nos confortas en
la fracción del pan para anunciar a nuestros hermanos que en verdad tú has resucitado
y que nos has dado la misión de ser testigos de tu resurrección.
Quédate
con nosotros, Señor, cuando en torno a nuestra fe católica surgen las nieblas de la
duda, del cansancio o de la dificultad: tú, que eres la Verdad misma como revelador
del Padre, ilumina nuestras mentes con tu Palabra; ayúdanos a sentir la belleza de
creer en ti.
Quédate en nuestras familias, ilumínalas en
sus dudas, sostenlas en sus dificultades, consuélalas en sus sufrimientos y en la
fatiga de cada día, cuando en torno a ellas se acumulan sombras que amenazan su unidad
y su naturaleza. Tú que eres la Vida, quédate en nuestros hogares, para que sigan
siendo nidos donde nazca la vida humana abundante y generosamente, donde se acoja,
se ame, se respete la vida desde su concepción hasta su término natural. Quédate,
Señor, con aquéllos que en nuestras sociedades son más vulnerables; quédate con los
pobres y humildes, con los indígenas y afroamericanos, que no siempre han encontrado
espacios y apoyo para expresar la riqueza de su cultura y la sabiduría de su identidad.
Quédate, Señor, con nuestros niños y con nuestros jóvenes, que son la esperanza y
la riqueza de nuestro Continente, protégelos de tantas insidias que atentan contra
su inocencia y contra sus legítimas esperanzas.¡Oh buen Pastor, quédate con nuestros
ancianos y con nuestros enfermos. ¡Fortalece a todos en su fe para que sean tus discípulos
y misioneros!
Conclusión
Al
concluir mi permanencia entre vosotros, deseo invocar la protección de la Madre de
Dios y Madre de la Iglesia sobre vuestras personas y sobre toda América Latina y el
Caribe. Imploro de modo especial a Nuestra Señora – bajo la advocación de Guadalupe,
Patrona de América, y de Aparecida, Patrona de Brasil - que os acompañe en vuestra
hermosa y exigente labor pastoral. A ella confío el Pueblo de Dios en esta etapa del
tercer Milenio cristiano. A ella le pido también que guíe los trabajos y reflexiones
de esta Conferencia General, y que bendiga con abundantes dones a los queridos pueblos
de este Continente.