«La vocación al servicio de la Iglesia comunión», tema elegido por Benedicto XVI para
su Mensaje, con motivo de la 44 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones
Martes, 24 abr (RV).- Como es tradicional, la Jornada Mundial de Oración por las vocaciones
se celebra el IV Domingo de Pascua, que este año será el próximo 29 de abril. Y, como
recuerda Benedicto XVI en su mensaje de este año, es una «buena oportunidad para subrayar
la importancia de las vocaciones en la vida y en la misión de la Iglesia» y para «intensificar»,
precisamente, la oración con el fin de que «aumenten en número y en calidad».
El
Santo Padre recuerda que, desde siempre, Dios ha elegido a algunas personas para colaborar
«de manera más directa con Él en la realización de su plan de salvación». Y hace hincapié
en que «la misión de la Iglesia se funda, por tanto, en una íntima y fiel comunión
con Dios».
La Iglesia - «pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo», como señala la Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano
II (n. 4) - refleja el misterio mismo de Dios, reitera Benedicto XVI, poniendo de
relieve luego la centralidad de la Eucaristía.
«La Eucaristía es el manantial
de aquella unidad eclesial por la que Jesús oró en la vigilia de su pasión: ‘Padre…
que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado’
(Jn 17, 21)». Esta intensa comunión, escribe asimismo el Papa - favorece el florecimiento
de «generosas vocaciones para el servicio de la Iglesia: el corazón del creyente,
lleno de amor divino, se siente impulsado a dedicarse totalmente a la causa del Reino».
En este contexto, Benedicto XVI recuerda, una vez más, la importancia de una «pastoral
atenta al misterio de la Iglesia−comunión, porque quien vive en una comunidad eclesial
concorde, corresponsable y atenta, aprende ciertamente con más facilidad a discernir
la llamada del Señor».
El cuidado de las vocaciones, exige por tanto una constante
«educación» para escuchar la voz de Dios. Y «la escucha dócil y fiel sólo puede darse
en un clima de íntima comunión con Dios. Que se realiza ante todo en la oración»,
insiste el Santo Padre, refiriéndose también «a la importancia de educar a los futuros
presbíteros en una auténtica comunión eclesial».
Comunión que debe caracterizar
también a los que eligen la vida consagrada, pues «es indispensable que en el pueblo
cristiano todo ministerio y carisma esté orientado hacia la comunión plena, y el obispo
y los presbíteros han de favorecerla en armonía con toda otra vocación y servicio
eclesial». Benedicto XVI evoca la Exhortación apostólica post−sinodal Vita consecrata
de su venerado Predecesor Juan Pablo II: «La vida consagrada posee ciertamente el
mérito de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia
de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante promoción del amor
fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la participación
en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo
tipo de solidaridad» (n. 41).
El amor eucarístico» motiva y fundamenta la
actividad vocacional de toda la Iglesia. Como escribió en su Encíclica Deus caritas
est, Benedicto XVI recuerda que las vocaciones al sacerdocio y a los otros ministerios
y servicios florecen dentro del pueblo de Dios allí donde hay hombres en los cuales
Cristo se vislumbra a través de su Palabra, en los sacramentos y especialmente en
la Eucaristía.
El mensaje del Santo Padre termina invocando «a María, que
animó la primera comunidad en la que ‘todos perseveraban unánimes en la oración’ (cf
Hch 1, 14), para que ayude a la Iglesia a ser en el mundo de hoy icono de la Trinidad,
signo elocuente del amor divino a todos los hombres». Con el anhelo de que «la Virgen,
que respondió con prontitud a la llamada del Padre diciendo: ‘Aquí está la esclava
del Señor’ (Lc 1, 38), interceda para que no falten en el pueblo cristiano servidores
de la alegría divina: sacerdotes que, en comunión con sus Obispos, anuncien fielmente
el Evangelio y celebren los sacramentos, cuidando al pueblo de Dios, y estén dispuestos
a evangelizar a toda la humanidad».
El Papa invita a rezar para que la Madre
de Dios «consiga que, también en nuestro tiempo, aumente el número de las personas
consagradas, que vayan contracorriente, viviendo los consejos evangélicos de pobreza,
castidad y obediencia, y den testimonio profético de Cristo y de su mensaje liberador
de salvación».
En el marco de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones,
el próximo domingo 29 de abril, IV domingo de Pascua, Benedicto XVI presidirá la Santa
Misa y conferirá la Ordenación presbiteral a 22 diáconos de la Diócesis de Roma, de
la que el Papa es Obispo. La celebración, que tendrá lugar en la Basílica vaticana,
dará comienzo a las nueve de la mañana.
MENSAJE DEL SANTO PADRE PARA
LA XLIV JORNADA DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES 29 ABRIL 2007 – IV DOMINGO DE
PASCUA
Tema: «la vocación al servicio de la Iglesia comunión»
Venerados
Hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas:
La Jornada Mundial
de Oración por las vocaciones de cada año ofrece una buena oportunidad para subrayar
la importancia de las vocaciones en la vida y en la misión de la Iglesia, e intensificar
la oración para que aumenten en número y en calidad. Para la próxima Jornada propongo
a la atención de todo el pueblo de Dios este tema, nunca más actual: la vocación al
servicio de la Iglesia comunión.
El año pasado, al comenzar un nuevo ciclo
de catequesis en las Audiencias generales de los miércoles, dedicado a la relación
entre Cristo y la Iglesia, señalé que la primera comunidad cristiana se constituyó,
en su núcleo originario, cuando algunos pescadores de Galilea, habiendo encontrado
a Jesús, se dejaron cautivar por su mirada, por su voz, y acogieron su apremiante
invitación: «Seguidme, os haré pescadores de hombres» (Mc 1, 17; cf Mt 4, 19). En
realidad, Dios siempre ha escogido a algunas personas para colaborar de manera más
directa con Él en la realización de su plan de salvación. En el Antiguo Testamento
al comienzo llamó a Abrahán para formar «un gran pueblo» (Gn 12, 2), y luego a Moisés
para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto (cf Ex 3, 10). Designó después a
otros personajes, especialmente los profetas, para defender y mantener viva la alianza
con su pueblo. En el Nuevo Testamento, Jesús, el Mesías prometido, invitó personalmente
a los Apóstoles a estar con él (cf Mc 3, 14) y compartir su misión. En la Última Cena,
confiándoles el encargo de perpetuar el memorial de su muerte y resurrección hasta
su glorioso retorno al final de los tiempos, dirigió por ellos al Padre esta ardiente
invocación: «Les he dado a conocer quién eres, y continuaré dándote a conocer, para
que el amor con que me amaste pueda estar también en ellos, y yo mismo esté con ellos»
(Jn 17, 26). La misión de la Iglesia se funda por tanto en una íntima y fiel comunión
con Dios.
La Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II describe
la Iglesia como «un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo» (n. 4), en el cual se refleja el misterio mismo de Dios. Esto comporta que
en él se refleja el amor trinitario y, gracias a la obra del Espíritu Santo, todos
sus miembros forman «un solo cuerpo y un solo espíritu» en Cristo. Sobre todo cuando
se congrega para la Eucaristía ese pueblo, orgánicamente estructurado bajo la guía
de sus Pastores, vive el misterio de la comunión con Dios y con los hermanos. La Eucaristía
es el manantial de aquella unidad eclesial por la que Jesús oró en la vigilia de su
pasión: «Padre… que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo
podrá creer que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Esa intensa comunión favorece el florecimiento
de generosas vocaciones para el servicio de la Iglesia: el corazón del creyente, lleno
de amor divino, se ve empujado a dedicarse totalmente a la causa del Reino. Para promover
vocaciones es por tanto importante una pastoral atenta al misterio de la Iglesia−comunión,
porque quien vive en una comunidad eclesial concorde, corresponsable, atenta, aprende
ciertamente con más facilidad a discernir la llamada del Señor. El cuidado de las
vocaciones, exige por tanto una constante «educación» para escuchar la voz de Dios,
como hizo Elí que ayudó a Samuel a captar lo que Dios le pedía y a realizarlo con
prontitud (cf 1 Sam 3, 9). La escucha dócil y fiel sólo puede darse en un clima de
íntima comunión con Dios. Que se realiza ante todo en la oración. Según el explícito
mandato del Señor, hemos de implorar el don de la vocación en primer lugar rezando
incansablemente y juntos al «dueño de la mies». La invitación está en plural: «Rogad
por tanto al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). Esta invitación
del Señor se corresponde plenamente con el estilo del «Padrenuestro» (Mt 9, 38), oración
que Él nos enseñó y que constituye una «síntesis del todo el Evangelio», según la
conocida expresión de Tertuliano (cf De Oratione, 1, 6: CCL 1, 258). En esta perspectiva
es iluminadora también otra expresión de Jesús: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo
en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre celestial» (Mt 18,
19). El buen Pastor nos invita pues a rezar al Padre celestial, a rezar unidos y con
insistencia, para que Él envíe vocaciones al servició de la Iglesia−comunión.
Recogiendo
la experiencia pastoral de siglos pasados, el Concilio Vaticano II puso de manifiesto
la importancia de educar a los futuros presbíteros en una auténtica comunión eclesial.
Leemos a este propósito en Presbyterorum ordinis: «Los presbíteros, ejerciendo según
su parte de autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo,
a la familia de Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen a Dios Padre por
medio de Cristo en el Espíritu Santo» (n. 6). Se hace eco de la afirmación del Concilio,
la Exhortación apostólica post−sinodal Pastores dabo vobis, subrayando que el sacerdote
«es servidor de la Iglesia comunión porque −unido al Obispo y en estrecha relación
con el presbiterio− construye la unidad de la comunidad eclesial en la armonía de
las diversas vocaciones, carismas y servicios» (n. 16). Es indispensable que en el
pueblo cristiano todo ministerio y carisma esté orientado hacia la plena comunión,
y el obispo y los presbíteros han de favorecerla en armonía con toda otra vocación
y servicio eclesial. Incluso la vida consagrada, por ejemplo, en su proprium está
al servicio de esta comunión, como señala la Exhortación apostólica post−sinodal Vita
consecrata de mi venerado Predecesor Juan Pablo II: «La vida consagrada posee ciertamente
el mérito de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia
de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante promoción del amor
fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la participación
en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo
tipo de solidaridad» (n. 41).
En el centro de toda comunidad cristiana está
la Eucaristía, fuente y culmen de la vida de la Iglesia. Quien se pone al servicio
del Evangelio, si vive de la Eucaristía, avanza en el amor a Dios y al prójimo y contribuye
así a construir la Iglesia como comunión. Cabe afirmar que «el amor eucarístico» motiva
y fundamenta la actividad vocacional de toda la Iglesia, porque como he escrito en
la Encíclica Deus caritas est, las vocaciones al sacerdocio y a los otros ministerios
y servicios florecen dentro del pueblo de Dios allí donde hay hombres en los cuales
Cristo se vislumbra a través de su Palabra, en los sacramentos y especialmente en
la Eucaristía. Y eso porque «en la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad
viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y,
de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha
amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también
con el amor» (n. 17).
Nos dirigimos, finalmente, a María, que animó la primera
comunidad en la que «todos perseveraban unánimes en la oración» (cf Hch 1, 14), para
que ayude a la Iglesia a ser en el mundo de hoy icono de la Trinidad, signo elocuente
del amor divino a todos los hombres. La Virgen, que respondió con prontitud a la llamada
del Padre diciendo: «Aquí está la esclava del Señor» (Lc 1, 38), interceda para que
no falten en el pueblo cristiano servidores de la alegría divina: sacerdotes que,
en comunión con sus Obispos, anuncien fielmente el Evangelio y celebren los sacramentos,
cuidando al pueblo de Dios, y estén dispuestos a evangelizar a toda la humanidad.
Que ella consiga que también en nuestro tiempo aumente el número de las personas consagradas,
que vayan contracorriente, viviendo los consejos evangélicos de pobreza, castidad
y obediencia, y den testimonio profético de Cristo y de su mensaje liberador de salvación.
Queridos hermanos y hermanas a los que el Señor llama a vocaciones particulares en
la Iglesia, quiero encomendaros de manera especial a María, para que ella que comprendió
mejor que nadie el sentido de las palabras de Jesús: «Mi madre y mis hermanos son
los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8, 21), os enseñe
a escuchar a su divino Hijo. Que os ayude a decir con la vida: «Aquí estoy, oh Dios,
para hacer tu voluntad» (Heb 10, 7). Con estos deseos para cada uno, mi recuerdo especial
en la oración y mi bendición de corazón para todos.