MENSAJE DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI PARA LA CELEBRACIÓN DE LA JORNADA MUNDIAL DE
LA PAZ
1 ENERO 2007 LIBRERIA EDITRICE VATICANA CIUDAD DEL VATICANO LA
PERSONA HUMANA, CORAZÓN DE LA PAZ1. AL COMIENZO DEL NUEVO AÑO, quiero hacer llegar
a los gobernantes y a los responsables de las naciones, así como a todos los hombres
y mujeres de buena voluntad, mis deseos de paz. Los dirijo en particular a todos los
que están probados por el dolor y el sufrimiento, a los que viven bajo la amenaza
de la violencia y la fuerza de las armas o que, agraviados en su dignidad, esperan
en su rescate humano y social. Los dirijo a los niños, que con su inocencia enriquecen
de bondad y esperanza a la humanidad y, con su dolor, nos impulsan a todos trabajar
por la justicia y la paz. Pensando precisamente en los niños, especialmente en los
que tienen su futuro comprometido por la explotación y la maldad de adultos sin escrúpulos,
he querido que, con ocasión del Día Mundial de la Paz, la atención de todos se centre
en el tema: La persona humana, corazón de la paz. En efecto, estoy convencido
de que respetando a la persona se promueve la paz, y que construyendo la paz se ponen
las bases para un auténtico humanismo integral. Así es como se prepara un futuro sereno
para las nuevas generaciones. La persona humana y la paz: don y tarea 2.
La Sagrada Escritura dice: « Dios creó el hombre a su imagen; a imagen de Dios lo
creó; hombre y mujer los creó » (Gn 1,27). Por haber sido hecho a imagen
de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino
alguien, capaz de conocerse, de poseerse, de entregarse libremente y de entrar en
comunión con otras personas. Al mismo tiempo, por la gracia, está llamado a una alianza
con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y amor que nadie más puede dar en
su lugar.1 En esta perspectiva admirable, se comprende la tarea que se
ha confiado al ser humano de madurar en su capacidad de amor y de hacer progresar
el mundo, renovándolo en la justicia y en la paz. San Agustín enseña con una elocuente
síntesis: « Dios, que nos ha creado sin nosotros, no ha querido salvarnos sin nosotros
».2 Por tanto, es preciso que todos los seres humanos cultiven la conciencia
de los dos aspectos, del don y de la tarea. 3. También la paz es al mismo
tiempo un don y una tarea. Si bien es verdad que la paz entre los individuos y
los pueblos, la capacidad de vivir unos con otros, estableciendo relaciones de justicia
y solidaridad, supone un compromiso permanente, también es verdad, y lo es más aún,
que la paz es un don de Dios. En efecto, la paz es una característica del obrar
divino, que se manifiesta tanto en la creación de un universo ordenado y armonioso
como en la redención de la humanidad, que necesita ser rescatada del desorden del
pecado. Creación y Redención muestran, pues, la clave de lectura que introduce a la
comprensión del sentido de nuestra existencia sobre la tierra. Mi venerado predecesor
Juan Pablo II, dirigiéndose a la Asamblea General de las Naciones Unidas el 5 de octubre
de 1995, dijo que nosotros « no vivimos en un mundo irracional o sin sentido [...],
hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre
los hombres y entre los pueblos ».3 La “gramática” trascendente, es decir,
el conjunto de reglas de actuación individual y de relación entre las personas en
justicia y solidaridad, está inscrita en las conciencias, en las que se refleja el
sabio proyecto de Dios. Como he querido reafirmar recientemente, « creemos que en
el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad ».4 Por
tanto, la paz es también una tarea que a cada uno exige una respuesta personal coherente
con el plan divino. El criterio en el que debe inspirarse dicha respuesta no puede
ser otro que el respeto de la “gramática” escrita en el corazón del hombre por
su divino Creador. En esta perspectiva, las normas del derecho natural no han
de considerarse como directrices que se imponen desde fuera, como si coartaran la
libertad del hombre. Por el contrario, deben ser acogidas como una llamada a llevar
a cabo fielmente el proyecto divino universal inscrito en la naturaleza del ser humano.
Guiados por estas normas, los pueblos —en sus respectivas culturas— pueden acercarse
así al misterio más grande, que es el misterio de Dios. Por tanto, el reconocimiento
y el respeto de la ley natural son también hoy la gran base para el diálogo entre
los creyentes de las diversas religiones, así como entre los creyentes e incluso los
no creyentes. Éste es un gran punto de encuentro y, por tanto, un presupuesto fundamental
para una paz auténtica. El derecho a la vida y a la libertad religiosa 4.
El deber de respetar la dignidad de cada ser humano, en el cual se refleja la imagen
del Creador, comporta como consecuencia que no se puede disponer libremente de
la persona. Quien tiene mayor poder político, tecnológico o económico, no puede
aprovecharlo para violar los derechos de los otros menos afortunados. En efecto, la
paz se basa en el respeto de todos. Consciente de ello, la Iglesia se hace pregonera
de los derechos fundamentales de cada persona. En particular, reivindica el respeto
de la vida y la libertad religiosa de todos. El respeto del derecho
a la vida en todas sus fases establece un punto firme de importancia decisiva:
la vida es un don que el sujeto no tiene a su entera disposición. Igualmente,
la afirmación del derecho a la libertad religiosa pone de manifiesto la relación
del ser humano con un Principio trascendente, que lo sustrae a la arbitrariedad del
hombre mismo. El derecho a la vida y a la libre expresión de la propia fe en Dios
no están sometidos al poder del hombre. La paz necesita que se establezca un límite
claro entre lo que es y no es disponible: así se evitarán intromisiones inaceptables
en ese patrimonio de valores que es propio del hombre como tal. 5. Por lo que se
refiere al derecho a la vida, es preciso denunciar el estrago que se hace de
ella en nuestra sociedad: además de las víctimas de los conflictos armados, del terrorismo
y de diversas formas de violencia, hay muertes silenciosas provocadas por el hambre,
el aborto, la experimentación sobre los embriones y la eutanasia. ¿Cómo no ver en
todo esto un atentado a la paz? El aborto y la experimentación sobre los embriones
son una negación directa de la actitud de acogida del otro, indispensable para establecer
relaciones de paz duraderas. Respecto a la libre expresión de la propia fe,
hay un síntoma preocupante de falta de paz en el mundo, que se manifiesta en las dificultades
que tanto los cristianos como los seguidores de otras religiones encuentran a menudo
para profesar pública y libremente sus propias convicciones religiosas. Hablando en
particular de los cristianos, debo notar con dolor que a veces no sólo se ven impedidos,
sino que en algunos Estados son incluso perseguidos, y recientemente se han debido
constatar también trágicos episodios de feroz violencia. Hay regímenes que imponen
a todos una única religión, mientras que otros regímenes indiferentes alimentan no
tanto una persecución violenta, sino un escarnio cultural sistemático respecto a las
creencias religiosas. En todo caso, no se respeta un derecho humano fundamental, con
graves repercusiones para la convivencia pacífica. Esto promueve necesariamente
una mentalidad y una cultura negativa para la paz. La igualdad de naturaleza
de todas las personas 6. En el origen de frecuentes tensiones que amenazan
la paz se encuentran seguramente muchas desigualdades injustas que, trágicamente,
hay todavía en el mundo. Entre ellas son particularmente insidiosas, por un lado,
las desigualdades en el acceso a bienes esenciales como la comida, el agua, la
casa o la salud; por otro, las persistentes desigualdades entre hombre y mujer
en el ejercicio de los derechos humanos fundamentales. Un elemento de importancia
primordial para la construcción de la paz es el reconocimiento de la igualdad esencial
entre las personas humanas, que nace de su misma dignidad trascendente. En este
sentido, la igualdad es, pues, un bien de todos, inscrito en esa “gramática” natural
que se desprende del proyecto divino de la creación; un bien que no se puede desatender
ni despreciar sin provocar graves consecuencias que ponen en peligro la paz. Las gravísimas
carencias que sufren muchas poblaciones, especialmente del Continente africano, están
en el origen de reivindicaciones violentas y son por tanto una tremenda herida infligida
a la paz. 7. La insuficiente consideración de la condición femenina provoca
también factores de inestabilidad en el orden social. Pienso en la explotación de
mujeres tratadas como objetos y en tantas formas de falta de respeto a su dignidad;
pienso igualmente —en un contexto diverso— en las concepciones antropológicas persistentes
en algunas culturas, que todavía asignan a la mujer un papel de gran sumisión al arbitrio
del hombre, con consecuencias ofensivas a su dignidad de persona y al ejercicio de
las libertades fundamentales mismas. No se puede caer en la ilusión de que la paz
está asegurada mientras no se superen también estas formas de discriminación, que
laceran la dignidad personal inscrita por el Creador en cada ser humano.5 La
ecología de la paz 8. Juan Pablo II, en su Carta encíclica Centesimus annus,
escribe: « No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla
respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada;
incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura
natural y moral de la que ha sido dotado ».6 Respondiendo a este don que
el Creador le ha confiado, el hombre, junto con sus semejantes, puede dar vida a un
mundo de paz. Así, pues, además de la ecología de la naturaleza hay una ecología que
podemos llamar « humana », y que a su vez requiere una « ecología social ». Esto comporta
que la humanidad, si tiene verdadero interés por la paz, debe tener siempre presente
la interrelación entre la ecología natural, es decir el respeto por la naturaleza,
y la ecología humana. La experiencia demuestra que toda actitud irrespetuosa con
el medio ambiente conlleva daños a la convivencia humana, y viceversa. Cada vez
se ve más claramente un nexo inseparable entre la paz con la creación y la paz entre
los hombres. Una y otra presu- ponen la paz con Dios. La poética oración de San Francisco
conocida como el “Cántico del Hermano Sol”, es un admirable ejemplo, siempre actual,
de esta multiforme ecología de la paz. 9. El problema cada día más grave del abastecimiento
energético nos ayuda a comprender la fuerte relación entre una y otra ecología.
En estos años, nuevas naciones han entrado con pujanza en la producción industrial,
incrementando las necesidades energéticas. Eso está provocando una competitividad
ante los recursos disponibles sin parangón con situaciones precedentes. Mientras tanto,
en algunas regiones del planeta se viven aún condiciones de gran atraso, en las que
el desarrollo está prácticamente bloqueado, motivado también por la subida de los
precios de la energía. ¿Qué será de esas poblaciones? ¿Qué género de desarrollo, o
de no desarrollo, les impondrá la escasez de abastecimiento energético? ¿Qué injusticias
y antagonismos provocará la carrera a las fuentes de energía? Y ¿cómo reaccionarán
los excluidos de esta competición? Son preguntas que evidencian cómo el respeto por
la naturaleza está vinculado estrechamente con la necesidad de establecer entre los
hombres y las naciones relaciones atentas a la dignidad de la persona y capaces de
satisfacer sus auténticas necesidades. La destrucción del ambiente, su uso impropio
o egoísta y el acaparamiento violento de los recursos de la tierra, generan fricciones,
conflictos y guerras, precisamente porque son fruto de un concepto inhumano de desarrollo.
En efecto, un desarrollo que se limitara al aspecto técnico y económico, descuidando
la dimensión moral y religiosa, no sería un desarrollo humano integral y, al ser unilateral,
terminaría fomentando la capacidad destructiva del hombre. Concepciones restrictivas
del hombre 10. Es apremiante, pues, incluso en el marco de las dificultades
y tensiones internacionales actuales, el esfuerzo por abrir paso a una ecología
humana que favorezca el crecimiento del « árbol de la paz ». Para acometer una
empresa como ésta, es preciso dejarse guiar por una visión de la persona no viciada
por prejuicios ideológicos y culturales, o intereses políticos y económicos, que inciten
al odio y a la violencia. Es comprensible que la visión del hombre varíe en las diversas
culturas. Lo que no es admisible es que se promuevan concepciones antropológicas
que conlleven el germen de la contraposición y la violencia. Son igualmente inaceptables
las concepciones de Dios que impulsen a la intolerancia ante nuestros semejantes
y el recurso a la violencia contra ellos. Éste es un punto que se ha de reafirmar
con claridad: nunca es aceptable una guerra en nombre de Dios. Cuando una cierta
concepción de Dios da origen a hechos criminales, es señal de que dicha concepción
se ha convertido ya en ideología. 11. Pero hoy la paz peligra no sólo por el conflicto
entre las concepciones restrictivas del hombre, o sea, entre las ideologías. Peligra
también por la indiferencia ante lo que constituye la verdadera naturaleza del
hombre. En efecto, son muchos en nuestros tiempos los que niegan la existencia
de una naturaleza humana específica, haciendo así posible las más extravagantes interpretaciones
de las dimensiones constitutivas esenciales del ser humano. También en esto se necesita
claridad: una consideración “débil” de la persona, que dé pie a cualquier concepción,
incluso excéntrica, sólo en apariencia favorece la paz. En realidad, impide el diálogo
auténtico y abre las puertas a la intervención de imposiciones autoritarias, terminando
así por dejar indefensa a la persona misma y, en consecuencia, presa fácil de la opresión
y la violencia. Derechos humanos y Organizaciones internacionales 12.
Una paz estable y verdadera presupone el respeto de los derechos del hombre. Pero
si éstos se basan en una concepción débil de la persona, ¿cómo evitar que se debiliten
también ellos mismos? Se pone así de manifiesto la profunda insuficiencia de una
concepción relativista de la persona cuando se trata de justificar y defender
sus derechos. La aporía es patente en este caso: los derechos se proponen como absolutos,
pero el fundamento que se aduce para ello es sólo relativo. ¿Por qué sorprenderse
cuando, ante las exigencias “incómodas” que impone uno u otro derecho, alguien se
atreviera a negarlo o decidera relegarlo? Sólo si están arraigados en bases objetivas
de la naturaleza que el Creador ha dado al hombre, los derechos que se le han atribuido
pueden ser afirmados sin temor de ser desmentidos. Por lo demás, es patente que los
derechos del hombre implican a su vez deberes. A este respecto, bien decía el mahatma
Gandhi: « El Ganges de los derechos desciende del Himalaya de los deberes ». Únicamente
aclarando estos presupuestos de fondo, los derechos humanos, sometidos hoy a continuos
ataques, pueden ser defendidos adecuadamente. Sin esta aclaración, se termina por
usar la expresión misma de « derechos humanos », sobrentendiendo sujetos muy diversos
entre sí: para algunos, será la persona humana caracterizada por una dignidad permanente
y por derechos siempre válidos, para todos y en cualquier lugar; para otros, una persona
con dignidad versátil y con derechos siempre negociables, tanto en los contenidos
como en el tiempo y en el espacio. 13. Los Organismos internacionales se refieren
continuamente a la tutela de los derechos humanos y, en particular, lo hace la Organización
de las Naciones Unidas que, con la Declaración Universal de 1948, se ha propuesto
como tarea fundamental la promoción de los derechos del hombre. Se considera dicha
Declaración como una forma de compromiso moral asumido por la humanidad entera.
Esto manifiesta una profunda verdad sobre todo si se entienden los derechos descritos
en la Declaración no simplemente como fundados en la decisión de la asamblea que los
ha aprobado, sino en la naturaleza misma del hombre y en su dignidad inalienable de
persona creada por Dios. Por tanto, es importante que los Organismos internacionales
no pierdan de vista el fundamento natural de los derechos del hombre. Eso los pondría
a salvo del riesgo, por desgracia siempre al acecho, de ir cayendo hacia una interpretación
meramente positivista de los mismos. Si esto ocurriera, los Organismos internacionales
perderían la autoridad necesaria para desempeñar el papel de defensores de los derechos
fundamentales de la persona y de los pueblos, que es la justificación principal de
su propia existencia y actuación. Derecho internacional humanitario y derecho
interno de los Estados 14. A partir de la convicción de que existen derechos
humanos inalienables vinculados a la naturaleza común de los hombres, se ha elaborado
un derecho internacional humanitario, a cuya observancia se han comprometido
los Estados, incluso en caso de guerra. Lamentablemente, y dejando aparte el pasado,
este derecho no ha sido aplicado coherentemente en algunas situaciones bélicas recientes.
Así ha ocurrido, por ejemplo, en el conflicto que hace meses ha tenido como escenario
el Sur del Líbano, en el que se ha desatendido en buena parte la obligación de proteger
y ayudar a las víctimas inocentes, y de no implicar a la población civil. El doloroso
caso del Líbano y la nueva configuración de los conflictos, sobre todo desde que la
amenaza terrorista ha actuado con formas inéditas de violencia, exigen que
la comunidad internacional corrobore el derecho internacional humanitario y lo aplique
en todas las situaciones actuales de conflicto armado, incluidas las que no están
previstas por el derecho internacional vigente. Además, la plaga del terrorismo reclama
una reflexión profunda sobre los límites éticos implicados en el uso de los instrumentos
modernos de la seguridad nacional. En efecto, cada vez más frecuentemente los conflictos
no son declarados, sobre todo cuando los desencadenan grupos terroristas decididos
a alcanzar por cualquier medio sus objetivos. Ante los hechos sobrecogedores de estos
últimos años, los Estados deben percibir la necesidad de establecer reglas más claras,
capaces de contrastar eficazmente la dramática desorientación que se está dando. La
guerra es siempre un fracaso para la comunidad internacional y una gran pérdida para
la humanidad. Y cuando, a pesar de todo, se llega a ella, hay que salvaguardar al
menos los principios esenciales de humanidad y los valores que fundamentan toda convivencia
civil, estableciendo normas de comportamiento que limiten lo más posible sus daños
y ayuden a aliviar el sufrimiento de los civiles y de todas las víctimas de los conflictos.7 15.
Otro elemento que suscita gran inquietud es la voluntad, manifestada recientemente
por algunos Estados, de poseer armas nucleares. Esto ha acentuado ulteriormente
el clima difuso de incertidumbre y de temor ante una posible catástrofe atómica. Es
algo que hace pensar de nuevo en los tiempos pasados, en las ansias abrumadoras del
período de la llamada “guerra fría”. Se esperaba que, después de ella, el peligro
atómico habría pasado definitivamente y que la humanidad podría por fin dar un suspiro
de sosiego duradero. A este respecto, qué actual parece la exhortación del Concilio
Ecuménico Vaticano II: « Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción
de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes es un crimen contra Dios
y contra el hombre mismo que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones ».8
Lamentablemente, en el horizonte de la humanidad siguen formándose nubes amenazadoras.
La vía para asegurar un futuro de paz para todos consiste no sólo en los acuerdos
internacionales para la no proliferación de armas nucleares, sino también en
el compromiso de intentar con determinación su disminución y desmantelamiento definitivo.
Ninguna tentativa puede dejarse de lado para lograr estos objetivos mediante la negociación.
¡Está en juego la suerte de toda la familia humana! La Iglesia, tutela de la
trascendencia de la persona humana 16. Deseo, por fin, dirigir un llamamiento
apremiante al Pueblo de Dios, para que todo cristiano se sienta comprometido a ser
un trabajador incansable en favor de la paz y un valiente defensor de la dignidad
de la persona humana y de sus derechos inalienables. El cristiano, dando gracias a
Dios por haberlo llamado a pertenecer a su Iglesia, que es « signo y salvaguardia
de la trascendencia de la persona humana » 9 en el mundo, no se cansará
de implorarle el bien fundamental de la paz, tan importante en la vida de cada uno.
Sentirá también la satisfacción de servir con generosa dedicación a la causa de la
paz, ayudando a los hermanos, especialmente a aquéllos que, además de sufrir privaciones
y pobreza, carecen también de este precioso bien. Jesús nos ha revelado que « Dios
es amor » (1 Jn 4,8), y que la vocación más grande de cada persona es el
amor. En Cristo podemos encontrar las razones supremas para hacernos firmes defensores
de la dignidad humana y audaces constructores de la paz. 17. Así pues, que nunca
falte la aportación de todo creyente a la promoción de un verdadero humanismo integral,
según las enseñanzas de las Cartas encíclicas Populorum progressio y Sollicitudo
rei socialis, de las que nos preparamos a celebrar este año precisamente el 40o
y el 20o aniversario. Al comienzo del año 2007, al que nos asomamos —aun
entre peligros y problemas— con el corazón lleno de esperanza, confío mi constante
oración por toda la humanidad a la Reina de la Paz, Madre de Jesucristo, « nuestra
paz » (Ef 2,14). Que María nos enseñe en su Hijo el camino de la paz, e ilumine
nuestros ojos para que sepan reconocer su Rostro en el rostro de cada persona humana,
corazón de la paz. Vaticano, 8 de diciembre de 2006. 1Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 357. 2Sermo 169, 11, 13: PL 38,
923. 3N. 3. 4Homilía en la explanada de Isling de Ratisbona
(12 septiembre 2006). 5Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta
a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y de la mujer
en la Iglesia y en el mundo (31 mayo 2004), 15-16. 6N. 38. 7A
este respecto, el Catecismo de la Iglesia Católica ha impartido unos criterios
muy severos y precisos: cf. nn. 2307-2317. 8Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 80. 9Ibíd.,
76.