2006-08-28 16:05:18

Reflexión sobre la figura de san Agustín por el padre Pedro Langa


Lunes, 28 ago (RV).- A propósito del influjo de san Agustín en su vida joven, declaraba hace unos años el cardenal Ratzinger: «Desde el principio me interesó mucho […]. No fue en modo alguno un hombre que estuviera en las nubes […]. Vivió todos los días las realidades humanas, tratando de comunicar a los hombres la paz de Cristo, el Evangelio. En esto él es también un modelo, porque, si bien él probase gran nostalgia por la meditación y por el trabajo intelectual, se dedicó hasta el fondo a los pequeños compromisos de cada día y dentro de estas circunstancias quiso ser disponible a las personas […]. Aquello que entonces más me impresionaba no era tanto su ministerio pastoral, que yo [entonces] no conocía tan bien, sino la frescura y la viveza de su pensamiento […]. En Agustín está siempre explícitamente presente el hombre pasional, sufriente, interrogante, con quien uno se puede identificar» (Il sale della terra, 68s).


Ciertamente la doctrina de san Agustín, como asegura el Papa Benedicto XVI, atrae y alecciona más que su propia vida. De hecho el Vaticano II, refleja en sus documentos la presencia luminosa del Doctor de la Gracia. Brillan en la Lumen gentium su eclesiología de comunión, la apuesta por el diálogo, el ministerio de servicio, su encendido acento contra la fría increencia, y su permanente servicio al mundo de la cultura, en el que acertó a revelarse en todo momento como el maestro de la fe y del pensamiento, como el hombre inquieto de la contemplación y de la acción, como el genial comunicador desde su palabra siempre grácil y fresca, valiosísimo instrumental en la evangelización de siempre.


Sigue san Agustín siendo, por eso y más, radiante luz de caminantes, clara voz de la inteligencia, fulgente estrella de la Iglesia y patrimonio común de la Humanidad. Precisamente el primer coloquio internacional agustiniano tenido en Argelia en el año 2001, Año internacional del diálogo entre las civilizaciones decidido por la ONU, eligió como ejes de la cumbre africanidad y universalidad. Los especialistas intentaron con la primera subrayar lo temporal y cultural en «su» África romana profundamente impregnada por la herencia «líbico-númida». Con la segunda, en cambio, los aspectos de su extraordinaria influencia. La universalidad, en efecto, fue posible gracias a su colosal poder de afrontar, al término de los tiempos antiguos, las más altas cuestiones que podían entonces plantearse en el orden del corazón, del espíritu y del alma, dando a unas y otras, además, respuestas de las que no pocas hablan todavía. Curiosamente afirmó su africanidad no en la lengua autóctona, sino en el bello latín materno, que él supo ilustrar con todos los registros y tonalidades, confiriendo a su obra universal y perpetua resonancia. Asombra saber que algunos círculos religiosos muy cualificados, de Argelia sobre todo, país con el 98% de confesión musulmana, reconocieron en san Agustín al más célebre representante de la Iglesia católica y de la literatura religiosa latina; al arquitecto de un partenón literario; al ciudadano de la entera humanidad, al más grande maestro de la Iglesia católica después de los Apóstoles, subido elogio éste, y más subido aún, sabiendo que proviene de círculos islámicos.


Enseñó san Agustín que la Iglesia es el Cristo total, realidad compleja y misteriosa, histórica y a la vez escatológica, jerárquica y espiritual, visible e invisible, comunidad de fieles cimentada sobre los Apóstoles, o de justos que peregrinan por la tierra desde Abel hasta el fin de los tiempos. De ahí que su huella se perciba regidora y rumbosa en el Vaticano II. Entonado verbo el suyo para servir la Palabra de Dios sirviéndola con dedicación de enamorado, es decir, a ella rendido primero con fidelidad de amor. Su servicio de la Palabra y a la Palabra constituye por eso una de las más hermosas referencias evangelizadoras. Enseñó a emplear, en aras del diálogo inteligente y cordial, los medios todos a su alcance, hoy cabría decir desde la radio y los periódicos a la televisión. Así se explica que Celestino I al principio y Juan Pablo II en la Carta Apostólica Augustinum Hipponensem hayan reconocido en nuestro Santo Doctor a «uno de los mejores maestros de la Iglesia» y de la cultura occidental (AH, pr.).


Él es, en resumen, el poeta de la verdad, el apasionado cantor de las intimidades más recónditas, el retórico del divino amor, el filósofo de la Historia, el más lumino y caritativo intérprete del alma, el nauta del corazón humano con el cuaderno de bitácora de sus obras siempre a punto, el teólogo, en fin, de la Iglesia, a la que amó sin reservas como siervo, hijo, obispo, Padre y Doctor. Conocer a san Agustín, pues, y no amar a la Iglesia se me antoja imposible. Vivimos de su herencia, por supuesto, y con él de la mano podemos aprender a caminar, digámoslo con frase suya célebre aplicada a la Iglesia, «entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (ciu. 18, 51, 2).







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