Sábado, 26 ago (RV).- En la segunda mitad del siglo III después de Cristo, en la ciudad
de Roma, la comunidad cristiana, escondida del resto de la población decidieron llevar
la comunión a las cárceles de la ciudad para que los presos cristianos pudieran recibir
al señor. No sabían quien podría afrontar el peligro, buscaban un alma generosa y
un niño se ofreció a llevarlo. ¿Quién sospecharía de un chaval de once años?. Y así
fue, Tarsicio salió de las catacumbas de San Calixto con el cuerpo de Cristo envuelto
en un fino lienzo sobre sus manos. Por el camino pasó delante de unos amigos que le
invitaron a jugar y el niño dijo que no. Los chicos se le acercaron y con miedo Tarsicio
oprime el envoltorio.
¿Qué llevas ahí?, le preguntaron, ¡Queremos verlo!.
Aterrado, no pudo salir corriendo y los chicos lo agarraron con fuerza intentando
que soltara el atadijo que cada vez el niño lo abrazó con más fuerza. Finalmente,
lo tiraron al suelo y descubriendo que era cristiano comenzaron a agredirle con palos
y piedras hasta matarlo. Su figura de niño héroe cristiano ha servido de estímulo
y ejemplo durante dieciocho siglos a las generaciones de bautizados desde que han
ido despertando a la fe.
Tarsicio fue enterrado en la catacumba de Calixto.
Al finalizar las persecuciones el Papa Dámaso mandó poner sobre su tumba unos versos:
Queriendo
a san Tarsicio almas brutales De Cristo el Sacramente arrebatar, Su tierna vida
prefirió entregar Antes que los misterios celestiales