Viernes, 11 ago (RV).- Santa Clara nació en Asís, Italia, en 1193. De familia noble,
su padre era un caballero rico y poderoso y su madre descendiente de buena familia
feudal. Desde sus primeros años Clara se vio dotada de innumerables virtudes y aunque
su ambiente familiar pedía otra cosa de ella, siempre desde pequeña fue asidua a la
oración y mortificación. Siempre mostró gran desagrado por las cosas del mundo, y
gran amor y deseo por crecer cada día en su vida espiritual. Su conversión hacia la
vida de plena santidad se efectuó al oír un sermón de san Francisco de Asís.
Cuando
ella tenía 18 años san Francisco predicó en Asís los sermones de cuaresma y allí insistió
en que para tener plena libertad para seguir a Jesucristo hay que librarse de las
riquezas y bienes materiales. Cuando su corazón comprendió la amargura, el odio, la
enemistad y la codicia que movía a los hombres a la guerra comprendió que esta forma
de vida era como la espada afilada que un día traspasó el corazón de Jesús. No quiso
tener nada que ver con eso, no quiso otro señor mas que el que dio la vida por todos,
aquel que se entrega pobremente en la Eucaristía para alimentarnos diariamente. El
que en la oscuridad es la Luz y que todo lo cambia y todo lo puede, aquel que es puro
Amor.
Renace en ella un ardiente amor y un deseo de entregarse a Dios de una
manera total y radical. Por aquel tiempo ya se conocían los Hermanos Menores, como
se les llamaba a los seguidores de san Francisco. Clara sentía gran compasión y gran
amor por ellos, aunque tenía prohibido verles y hablarles. Le llamaba mucho la atención
como los frailes gastaban su tiempo y sus energías cuidando a los leprosos y comenzó
a sentirse unida de corazón a ellos y a su visión.
En 1210 cuando Francisco
predicaba en la Catedral, al oír las palabras que él decía sintió una gran confirmación
de todo lo que venía experimentando en su interior. Durante todo el día y la noche,
meditó en aquellas palabras que habían calado en lo más profundo de su corazón. Tomó
esa misma noche la decisión de comunicárselo a Francisco y de no dejar que ningún
obstáculo la detuviera en responder al llamado del Señor, depositando en Él toda su
fuerza y entereza.
Clara sabía que el hecho de tomar esta determinación de
seguir a Cristo y sobre todo de entregar su vida a la visión de Francisco, iba a ser
causa de gran oposición familiar, pues el solo hecho de la presencia de los Hermanos
Menores en Asís estaba ya cuestionando la tradicional forma de vida y las costumbres
que mantenían intocables los estratos sociales y sus privilegios. A los pobres les
daba una esperanza de encontrar su dignidad, mientras que los ricos comprendían que
el Evangelio bien vivido exponía por contraste sus egoísmos a la luz del día. Para
Clara el reto era muy grande. Siendo la primera mujer en seguirle, su vinculación
con Francisco podía ser mal entendida. Santa Clara se fuga de su casa el 18 de Marzo
de 1212, un domingo de Ramos, empezando así la gran aventura de su vocación. Días
más tardes fue trasladada temporalmente, por seguridad, a las monjas Benedictinas,
ya que su padre, al darse cuenta de su fuga, salió furioso en su búsqueda con la determinación
de llevársela de vuelta al palacio. Pero la firme convicción de Clara, a pesar de
sus cortos años de edad, obligó finalmente a su familia a dejarla allí.
Fue
cofundadora con san Francisco en la Orden de las Clarisas. San Francisco la pone al
frente de la comunidad, como guía de “Las Damas Pobres”. Al principio le costó
aceptarlo pues por su gran humildad deseaba ser la última y ser la servidora, esclava
de las esclavas del Señor. Pero acepta y con verdadero temor asume la carga que se
le impone, entiende que es el medio de renunciar a su libertad y ser verdaderamente
esclava. Así se convierte en la madre amorosa de sus hijas espirituales, siendo fiel
custodia y prodigiosa sanadora de las enfermas.
Tenía gran entusiasmo al ejercer
toda clase de sacrificios y penitencias. Su gozo al sufrir por Cristo era algo muy
evidente y es, precisamente esto, lo que la llevó a ser santa Clara. Este fue el mayor
ejemplo que dio a sus hijas. De rodillas ante san Francisco, hizo Clara la promesa
de renunciar a las riquezas y comodidades del mundo y de dedicarse a una vida de oración,
pobreza y penitencia. El santo, como primer paso, tomó unas tijeras y le cortó su
larga y hermosa cabellera, y le colocó en la cabeza un sencillo manto, y la envió
a unas religiosas que vivían por allí cerca, para que se fuera preparando para ser
una santa religiosa.
Siguiendo las enseñanzas y ejemplos de su maestro san
Francisco, quiso santa Clara que sus conventos no tuvieran riquezas ni rentas de ninguna
clase. Y, aunque muchas veces le ofrecieran regalos de bienes para asegurar el futuro
de sus religiosas, no los quiso aceptar. Al Sumo Pontífice que le ofrecía unas rentas
para su convento le escribió: "Santo Padre: le suplico que me absuelva y me libere
de todos mis pecados, pero no me absuelva ni me libre de la obligación que tengo de
ser pobre como lo fue Jesucristo". A quienes le decían que había que pensar en el
futuro, les respondía con aquellas palabras de Jesús: "Mi Padre celestial que alimenta
a las avecillas del campo, nos sabrá alimentar también a nosotros".
Para santa
Clara la oración era la alegría, la vida, la fuente y manantial de todas las gracias,
tanto para ella como para el mundo entero. La oración es el fin en la vida religiosa
y su profesión. Ella acostumbraba a pasar varias horas de la noche en oración para
abrir su corazón al Señor y recoger en su silencio las palabras de amor del Señor.
Muchas veces, en su tiempo de oración, se le podía encontrar cubierta de lágrimas
al sentir el gran gozo de la adoración y de la presencia del Señor en la Eucaristía,
o quizás movida por un gran dolor por los pecados y por las ingratitudes propias y
de los hombres.
El 10 de agosto del año 1253 a los 60 años de edad y 41 años
de ser religiosa, y dos días después de que su regla sea aprobada por el Papa, se
fue al cielo a recibir su premio. En sus manos, estaba la regla bendita, por la que
ella dio su vida. En la Basílica de Santa Clara encontramos su cuerpo incorrupto y
muchas de sus reliquias. En el convento de San Damiano, se recorren los pasillos que
ella recorrió. Se entra al cuarto donde ella pasó muchos años de su vida acostada,
se observa la ventana por donde veía a sus hijas. También se conservan el oratorio,
la capilla, y la ventana por donde expulsó a los sarracenos con el poder de la Eucaristía.
Hoy las religiosas Clarisas son aproximadamente 18.000 en 1.248 conventos repartido
por el mundo.