Viernes, 2
jun (RV).-Siempre se ha dicho que educar a los hijos no es una tarea fácil, y más
cuando las cosas cambian tanto y tan rápidamente. Hace unos años atrás se pensaba,
por ejemplo, que el castigo –así fuera simbólico- era el mejor sistema educativo para
corregir y formar a los hijos, enseñando lo que es bueno y lo que es malo. Hoy se
puede decir que no es tan sencillo, la conciliación y el razonamiento con los niños
y niñas, parece ser la norma que guía y orienta sus acciones. Sin embargo, la
educación de nuestros hijos, más allá de la forma, debe responder a unos principios
generales y coherentes, que en muchas ocasiones los padres realmente no los tenemos
claros, y lo que sucede es que dejamos que nuestras emociones determinen la forma
de educarlos y corregirlos, de animarlos y guiarlos en las acciones diarias. Es claro
que cuando nos dejamos guiar por las propias emociones, nuestra actitud puede confundir
a los hijos, ya que responde a los altos y bajos cotidianos propios de la emotividad
humana, lo que no es nada claro ni lógico para los niños. Gracias a nuestras
emociones, unos días vemos a nuestros hijos como ángeles, y otros días, como demonios.
Y es que esta conducta de los adultos se presenta, frecuentemente, entre otras razones,
porque se tiene la tendencia a reaccionar a partir de los actos de los niños y de
las niñas. Cuando hacen algo que satisface, les damos mimos y cariño; pero cuando
hacen lo que no nos gusta, entonces respondemos con gritos, castigos, descalificaciones
y a veces hasta maltratos. Es decir, se está educando en forma reactiva, es decir
para cada acción, una reacción. Esta modalidad de trato a los niños carece de toda
coherencia. No implica un criterio educativo, sino una explosión emocional. Y esto
puede ser peor. El día en que una acción del niño no genera malestar o no nos disgusta
pues que nuestro estado anímico es de alegría, estamos contentos por cualquier razón,
entonces todo es alegría y no hay reacción como la de siempre y en lugar de castigar,
disculpamos la acción del niño o actuamos con indiferencia. Pero el día que estamos
enojados, aunque veamos que el comportamiento del niño es correcto, podemos tratarlo
mal, porque en realidad estamos de mal humor, molestos por otra cosa cualquier otra
cosa, y entonces en lugar de mimos y elogios, se desprecia o simplemente nos mostramos
indiferentes. Y estas actitudes, sin duda alguna, son para los niños la confusión
es total. Es necesario contar con un criterio educativo y moverse en función de
él para que las acciones resulten coherentes para todos. Las actitudes frente a los
pequeños deben corresponderse con una visión amplia de lo que se desea para ellos
y es necesario mantener una coherencia entre actos, palabras y principios, tratando
de no dejarse llevar por el malestar o el bienestar del momento, es decir por las
emociones. Cuando se juzgan los actos en función del estado de ánimo se cae de
inmediato en la arbitrariedad, pero de manera más grave, en la incoherencia, lo que
acarrea un desorden para todos porque ya no se sabe qué es lo válido y qué no lo es,
ni cuándo ni cómo se aplican estas normas. Tampoco hay que caer en el error de
castigar o premiar cada pequeño acto como si fuera el único. Es necesario mantener
una línea educativa: puede ser tolerante o un poco directivo o acompañante o lo que
sea que quiera ser, pero de manera amplia, en términos generales, y no en relación
con cada detalle del comportamiento de su hijo. Suelte cuerda, como a las cometas,
para que el niño recorra camino. Y recoja cuerda de vez en cuando, serenamente, de
a poco, para que el niño corrija el rumbo. No suelte y recoja a cada momento porque
se enloquece él y se enloquece usted. Educar es estar atento, trazar una línea
de orientación que nos guíe, y con la observación y el acompañamiento ir definiendo
las correcciones necesarias, los cambios de rumbo, evitando con esto las emociones
del momento, que son realmente la peor forma de tratar de educar. Texto: Alma
García Locución: Alina Tufani Díaz