Vigilia Pascual: la resurrección de Cristo es la fórmula de contraste con todas las
ideologías de la violencia y el programa que se opone a la corrupción y aspiraciones
del poder y del poseer
Sábado, 15 abr (RV).- “Él vive y, como ser viviente, camina delante de nosotros; nos
llama a seguirlo a Él, el viviente, y a encontrar así también nosotros el camino de
la vida”, con estas palabras Su Santidad Benedicto XVI, ha iniciado la Homilía del
domingo de Pascua, para anunciar la Resurrección del Señor.
En su Homilía
para la celebración de la Pascua, el Santo Padre ha afirmado que Cristo vive, y como
viviente camina delante de nosotros, nos llama a seguirlo, y así nosotros podremos
encontrar el camino de la vida. Y esto es motivo de alegría “porque Cristo no ha quedado
en el sepulcro; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos”. Pero al mismo
tiempo se ha preguntado “qué significa eso de resucitar ¿Qué significa para nosotros?
¿Y para el mundo y la historia en su conjunto?”
Parafraseando a un teólogo
alemán ha dicho que “el milagro de un cadáver reanimado –si es que eso hubiera ocurrido
verdaderamente, algo en lo que no creía – sería a fin de cuentas irrelevante para
nosotros porque, justamente, no nos concierne”. La pregunta correcta por la resurrección
es sobre cómo nos debería afectar. Porque la resurrección de Cristo es, “si podemos
usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución, una mutación, “la mayor
«mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva,
que se haya producido jamás en la larga historia de la vida, un salto de un orden
completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia”.
El Papa
se ha seguido preguntando: “¿Qué sucedió? Jesús ya no está en el sepulcro. Está en
una vida nueva del todo. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? ¿Qué fuerzas han intervenido?
Fue, -dice el Santo Padre- “como un estallido de luz, una explosión del amor que desató
el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión
del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, y a través de
la cual surge un mundo nuevo”.
Lo que ha sucedido no es simplemente un milagro
del pasado, “Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida
en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo,
entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma”. El acontecimiento de
la resurrección de Cristo es un hecho histórico que llega al cristiano mediante la
fe, por el bautismo, y por eso el Bautismo forma parte de la Vigilia Pascual”.
Haciendo una breve catequesis sobre el sacramento del Bautismo el Papa ha dicho
que no es un mero acto social, ni un ritual pasado de moda, tampoco es una limpieza
o embellecimiento del alma, “Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación
en una nueva vida”. Porque como dice San Pablo en su Carta a los Gálatas: «Vivo yo,
pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí».
El yo, -ha seguido diciendo el
Santo Padre- la identidad esencial del hombre ha cambiado, es decir, “se me quita
el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues, está de nuevo
mi yo, pero transformado”, y por la inserción en el otro, adquiero su nuevo espacio
de existencia.
San Pablo, en otro momento de la Carta a los Gálatas, explica
lo mismo una vez más, pero bajo otro aspecto, cuando se refiere a la «promesa». La
promesa pertenece sólo a Cristo, y nosotros, que por el Bautismo hemos llegado a ser
uno en Cristo, estamos ya asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en
medio de las tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos el
gran estallido de la resurrección. “Este es el sentido del ser bautizado, del ser
cristiano. Ésta es la alegría de la Vigilia pascual”, ha dicho el Santo Padre.
Yo,
pero no más yo: ésta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo,
la fórmula de la resurrección en el tiempo. Yo, pero no más yo: si vivimos de este
modo transformamos el mundo. Es la fórmula de contraste con todas las ideologías de
la violencia y el programa que se opone a la corrupción y a las aspiraciones del poder
y del poseer.
La vida eterna, la inmortalidad beatífica, no la tenemos por
nosotros mismos, sino por una relación, mediante la comunión existencial con Aquél
que es Dios mismo. La mera indestructibilidad del alma, no podría dar un sentido a
una vida eterna. La vida nos llega –ha concluido el Papa- del ser amados por Aquél
que es la Vida; nos viene del vivir con Él y del amar con Él. Yo, pero no más yo:
ésta es la vía de la Cruz, la vía que «cruza» una existencia encerrada solamente en
el yo, abriendo precisamente así el camino a la alegría verdadera y duradera.
La
resurrección es un acontecimiento cósmico, que comprende cielo y tierra, y asocia
el uno con la otra. Y podemos proclamar también con el Exultet: «Cristo, tu hijo resucitado...
brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los
siglos». Amén.
Texto completo de la Homilía de la Vigilia Pascual (Basílica
de San Pedro, 15 de abril de 2006)
«¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado?
No está aquí, ha resucitado» (Mc 16, 6). Así dijo el mensajero de Dios, vestido de
blanco, a las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús en el sepulcro. Y lo mismo nos
dice también a nosotros el evangelista en esta noche santa: Jesús no es un personaje
del pasado. Él vive y, como ser viviente, camina delante de nosotros; nos llama a
seguirlo a Él, el viviente, y a encontrar así también nosotros el camino de la vida. «Ha
resucitado..., no está aquí». Cuando Jesús habló por primera vez a los discípulos
sobre la cruz y la resurrección, éstos, mientras bajaban del monte de la Transfiguración,
se preguntaban qué querría decir eso de «resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 10).
En Pascua nos alegramos porque Cristo no ha quedado en el sepulcro, su cuerpo no ha
conocido la corrupción; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos; nos
alegramos porque Él es –como proclamamos en el rito del cirio pascual– Alfa y al mismo
tiempo Omega, y existe por tanto, no sólo ayer, sino también hoy y por la eternidad
(cf. Hb 13, 8). Pero, en cierto modo, vemos la resurrección tan fuera de nuestro horizonte,
tan extraña a todas nuestras experiencias, que, entrando en nosotros mismos, continuamos
con la discusión de los discípulos: ¿En qué consiste propiamente eso de «resucitar»?
¿Qué significa para nosotros? ¿Y para el mundo y la historia en su conjunto? Un teólogo
alemán dijo una vez con ironía que el milagro de un cadáver reanimado –si es que eso
hubiera ocurrido verdaderamente, algo en lo que no creía– sería a fin de cuentas irrelevante
para nosotros porque, justamente, no nos concierne. En efecto, el que solamente una
vez alguien haya sido reanimado, y nada más, ¿de qué modo debería afectarnos? Pero
la resurrección de Cristo es precisamente algo más, una cosa distinta. Es –si podemos
usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor «mutación», el
salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido
jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente
nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia.
Por tanto, la discusión
comenzada con los discípulos comprendería las siguientes preguntas: ¿Qué es lo que
sucedió allí? ¿Qué significa eso para nosotros, para el mundo en su conjunto y para
mí personalmente? Ante todo: ¿Qué sucedió? Jesús ya no está en el sepulcro. Está en
una vida nueva del todo. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? ¿Qué fuerzas han intervenido?
Es decisivo que este hombre Jesús no estuviera solo, no fuera un Yo cerrado en sí
mismo. Él era uno con el Dios vivo, unido talmente a Él que formaba con Él una sola
persona. Se encontraba, por así decir, en un mismo abrazo con Aquél que es la vida
misma, un abrazo no solamente emotivo, sino que abarcaba y penetraba su ser. Su propia
vida no era solamente suya, era una comunión existencial con Dios y un estar insertado
en Dios, y por eso no se le podía quitar realmente. Él pudo dejarse matar por amor,
pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba
presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible,
de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte. Expresemos una vez más lo
mismo desde otro punto de vista. Su muerte fue un acto de amor. En la última Cena,
Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial
con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor
es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección
fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces
indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida,
en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través
de la cual surge un mundo nuevo.
Está claro que este acontecimiento no es
un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente
para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida
en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo,
entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí. Pero,
¿cómo ocurre esto? ¿Cómo puede llegar efectivamente este acontecimiento hasta mí y
atraer mi vida hacia Él y hacia lo alto? La respuesta, en un primer momento quizás
sorprendente pero completamente real, es la siguiente: dicho acontecimiento me llega
mediante la fe y el bautismo. Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual,
como se subraya también en esta celebración con la administración de los sacramentos
de la iniciación cristiana a algunos adultos de diversos países. El Bautismo significa
precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia
universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso
de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado
para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza,
una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección,
renacimiento, transformación en una nueva vida.
¿Cómo lo podemos entender?
Pienso que lo que ocurre en el Bautismo se puede aclarar más fácilmente para nosotros
si nos fijamos en la parte final de la pequeña autobiografía espiritual que san Pablo
nos ha dejado en su Carta a los Gálatas. Concluye con las palabras que contienen también
el núcleo de dicha biografía: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí»
(2, 20). Vivo, pero ya no soy yo. El yo mismo, la identidad esencial del hombre –de
este hombre, Pablo– ha cambiado. Él todavía existe y ya no existe. Ha atravesado un
«no» y sigue encontrándose en este «no»: Yo, pero «no» más yo. Con estas palabras,
Pablo no describe una experiencia mística cualquiera, que tal vez podía habérsele
concedido y, si acaso, podría interesarnos desde el punto de vista histórico. No,
esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo. Se me quita el propio
yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande.
Así, pues, está de nuevo
mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro,
en el que adquiere su nuevo espacio de existencia. Pablo nos explica lo mismo una
vez más bajo otro aspecto cuando, en el tercer capítulo de la Carta a los Gálatas,
habla de la «promesa» diciendo que ésta se dio en singular, a uno solo: a Cristo.
Sólo él lleva en sí toda la «promesa». Pero, ¿qué sucede entonces con nosotros? Vosotros
habéis llegado a ser uno en Cristo, responde Pablo (cf. Ga 3, 28). No sólo una cosa,
sino uno, un único, un único sujeto nuevo. Esta liberación de nuestro yo de su aislamiento,
este encontrarse en un nuevo sujeto es un encontrarse en la inmensidad de Dios y ser
trasladados a una vida que ha salido ahora ya del contexto del «morir y devenir».
El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para atraernos.
Quedamos así asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en medio de las
tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos. Vivir la propia
vida como un continuo entrar en este espacio abierto: éste es el sentido del ser bautizado,
del ser cristiano. Ésta es la alegría de la Vigilia pascual. La resurrección no ha
pasado, la resurrección nos ha alcanzado e impregnado. A ella, es decir al Señor resucitado,
nos sujetamos, y sabemos que también Él nos sostiene firmemente cuando nuestras manos
se debilitan. Nos agarramos a su mano, y así nos damos la mano unos a otros, nos convertimos
en un sujeto único y no solamente en una sola cosa. Yo, pero no más yo: ésta es la
fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la resurrección
en el tiempo. Yo, pero no más yo: si vivimos de este modo transformamos el mundo.
Es la fórmula de contraste con todas las ideologías de la violencia y el programa
que se opone a la corrupción y a las aspiraciones del poder y del poseer.
«Viviréis,
porque yo sigo viviendo», dice Jesús en el Evangelio de San Juan (14, 19) a sus discípulos,
es decir, a nosotros. Viviremos mediante la comunión existencial con Él, por estar
insertos en Él, que es la vida misma. La vida eterna, la inmortalidad beatífica, no
la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros mismos, sino por una relación, mediante
la comunión existencial con Aquél que es la Verdad y el Amor y, por tanto, es eterno,
es Dios mismo. La mera indestructibilidad del alma, por sí sola, no podría dar un
sentido a una vida eterna, no podría hacerla una vida verdadera. La vida nos llega
del ser amados por Aquél que es la Vida; nos viene del vivir con Él y del amar con
Él. Yo, pero no más yo: ésta es la vía de la Cruz, la vía que «cruza» una existencia
encerrada solamente en el yo, abriendo precisamente así el camino a la alegría verdadera
y duradera.
De este modo, llenos de gozo, podemos cantar con la Iglesia en
el Exultet: «Exulten por fin los coros de los ángeles... Goce también la tierra».
La resurrección es un acontecimiento cósmico, que comprende cielo y tierra, y asocia
el uno con la otra. Y podemos proclamar también con el Exultet: «Cristo, tu hijo resucitado...
brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los
siglos». Amén.