Urbi et Orbi Natividad del Señor, 25 de diciembre de 2005
«Os anuncio una gran alegría...: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador:
el Mesías, el Señor» (cf. Lc 2,10-11). Esta noche hemos escuchado de nuevo las palabras
del ángel a los pastores y hemos revivido el clima de aquella Noche santa, la Noche
de Belén, cuando el Hijo de Dios se ha hecho hombre y, naciendo en una humilde gruta,
ha puesto su morada entre nosotros. En este día solemne resuena el anuncio del ángel,
que es también una invitación para nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio,
a acoger al Salvador. Que los hombres de hoy no duden en recibirlo en sus propias
casas, en las ciudades, en las naciones y en cada rincón de la tierra. Es cierto que
en el milenio concluido hace poco, y especialmente en los últimos siglos, se han logrado
tantos progresos en el campo técnico y científico; son ingentes los recursos materiales
de los que hoy podemos disponer. No obstante, el hombre de la era tecnológica, si
se encamina hacia una atrofia espiritual y a un vacío del corazón, corre el riesgo
de ser víctima de los mismos éxitos de su inteligencia y de los resultados de sus
capacidades operativas. Por eso es importante que abra la propia mente y el propio
corazón a la Navidad de Cristo, acontecimiento de salvación capaz de imprimir renovada
esperanza a la existencia de todo ser humano.
«Despiértate, hombre: por ti,
Dios se ha hecho hombre» (S. Agustín, Serm., 185). ¡Despierta, hombre del tercer milenio!
En Navidad, el Omnipotente se hace niño y pide ayuda y protección; su modo de ser
Dios pone en crisis nuestro modo de ser hombres; su llamar a nuestras puertas nos
interpela, interpela nuestra libertad y nos pide que revisemos nuestra relación con
la vida y nuestro modo de concebirla. A menudo, se presenta la edad moderna como inicio
del sueño de la razón, como si la humanidad hubiera salido finalmente a la luz, superando
un periodo oscuro. Pero, sin Cristo, la luz de la razón no basta para iluminar al
hombre y al mundo. Por eso la palabra evangélica del día de Navidad – « era la luz
verdadera, que alumbra a todo hombre » (Jn 1,9) – resuena más que nunca como anuncio
de salvación para todos. « Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en
el misterio del Verbo encarnado » (Const. Gaudium et spes, 22). La Iglesia no se cansa
de repetir este mensaje de esperanza reiterado por el Concilio Vaticano II, concluido
precisamente hace cuarenta años.
Hombre moderno, adulto y, sin embargo, a
veces débil en el pensamiento y en la voluntad, ¡déjate llevar de la mano por el Niño
de Belén, no temas, fíate de Él! La fuerza vivificante de su luz te alienta a comprometerte
en la construcción de un nuevo orden mundial fundado sobre relaciones éticas y económicas
justas. Su amor guía a los pueblos y esclarece su conciencia común de ser “familia”
llamada a construir vínculos de confianza y de ayuda mutua. Una humanidad unida podrá
afrontar los numerosos y preocupantes problemas del momento actual: desde la acechanza
terrorista a las condiciones de pobreza humillante en la que viven millones de seres
humanos, desde la proliferación de las armas a las pandemias y al deterioro ambiental
que amenaza el futuro del planeta.
Que Dios que se ha hecho hombre por amor
al hombre aliente a todos los que trabajan por la paz y el desarrollo integral en
África, oponiéndose a las luchas fratricidas, para que se consoliden los procesos
políticos todavía frágiles y se salvaguarden los más elementales derechos de los que
están sumidos en trágicas situaciones, como en Darfur y en otras regiones de África
central. Que lleve a los pueblos latinoamericanos a vivir en paz y concordia. Que
anime a los hombres de buena voluntad en Tierra Santa, en Irak, en Líbano, donde,
aunque no falten signos esperanzadores, éstos han de ser confirmados por comportamientos
inspirados en la lealtad y la sabiduría; que favorezca los procesos de diálogo en
la Península coreana y en otras partes de los Países asiáticos, a fin de que se superen
las divergencias peligrosas y, con espíritu amistoso, se alcancen los logros de paz
que tanto esperan sus pobladores.
En Navidad nuestro espíritu se abre a la
esperanza contemplando la gloria divina escondida en la pobreza de un Niño envuelto
en pañales y acostado en un pesebre: es el Creador del universo reducido a la impotencia
de un recién nacido. Aceptar esta paradoja, la paradoja de la Navidad, es descubrir
la Verdad que nos hace libres y el amor que transforma la existencia. En la noche
de Belén, el Redentor se hace uno de nosotros, para ser compañero nuestro en los caminos
insidiosos de la historia. Tomemos la mano que Él nos tiende: es una mano que nada
nos quiere quitar, sino sólo dar.
Entremos con los pastores en la choza de
Belén, bajo la mirada amorosa de María, testigo silencioso del prodigioso nacimiento.
Que Ella nos ayude a vivir una buena Navidad; que nos enseñe a guardar en el corazón
el misterio de Dios, que se ha hecho hombre por nosotros; que nos guíe para dar al
mundo testimonio de su verdad, de su amor y de su paz.