Escuchar el programa Viernes, 28 oct
(RV).- No cabe duda que cada día la existencia humana transcurre en un carrusel emocional
en el que no tenemos tiempo para elaborar el impacto de los amores y desamores, de
las alegrías y dolores de la vida propia y ajena. La vida es cada vez tan agitada
que no tenemos tiempo de expresar nuestros sentimientos, de compartir lo que sentimos
y eso termina por afectarnos psicológica e incluso físicamente.
Tan pronto
llegamos a casa agobiados por horarios de trabajo que fácilmente toman hasta 10 ó
14 horas de nuestro día, nos vemos inundados por información acerca del panorama mundial
y nacional y, entonces, se nos encoge el corazón porque las noticias que vemos no
proporcionan un panorama halagador; o sentimos miedo de nuestro futuro, pues la corrupción
ha puesto en peligro las pensiones de vejez; o nos entristecemos porque nuestro equipo
del alma no ganó el partido de fútbol; o terminamos admirando la vida perfecta de
algún famoso que se acaba de gastar un premio millonario con alguna excentricidad.
En
síntesis, olvidamos que la calma y el silencio interior son necesarios para atender
el corazón, tomar parte en acciones que defiendan nuestro futuro o, sencillamente,
reconocer que los famosos, a pesar de lo que parece, son personas como nosotros. Pero
más grave aún: tampoco nos damos cuenta de que nuestra pareja o hijos necesitan una
caricia o una frase amable que les cuente que de verdad nos importan.
Así,
terminamos sintiéndonos muy solos en medio de una gran actividad y con una sensación
de impotencia porque, como dicen en el fútbol, el que no hace los goles, los ve hacer.
Entonces, ¿será posible rescatar nuestro yo interior con sus verdaderos sentimientos
y pensamientos de esta corriente vertiginosa en la que nos hemos olvidado de quiénes
somos?
Una persona relataba en consulta con su psicólogo, lo triste que se
sentía y en verdad no podía entender lo que le pasaba, pues tenía una vida prácticamente
perfecta. Juan asistía a su trabajo todos los días, era una actividad interesante
que demandaba mucha creatividad, pero él era suficientemente creativo. En realidad,
tenía un horario largo, pero compensado con un buen salario. Llegaba a su casa, se
encontraba con su familia, allí cada uno tenía sus actividades: los unos estudiaban,
los otros hacían tareas o estaban con sus amigos, su cónyuge había decidido llevar
trabajo a la casa, él veía las noticias pues le parecía importante estar informado.
Así
pasaban todos los días. En principio, su rutina no podía ser más normal, era difícil
explicarse su tristeza y su cansancio. El psicólogo le preguntó durante una consulta
si había algún momento del día en que estuviera más triste. Después de pensarlo, me
dijo que lo más triste era por la noche, en su casa, pero que le parecía raro porque
no pasaba nada especial. Luego le preguntó si sabía si su familia sabía que Juan estaba
triste? Y él contesto: “¡Claro que no! Para qué preocuparlos”. Entonces el psicólogo
insistió si Juan sabía lo que su familia estaba sintiendo? Y contestó que no y agregó:
“Pero es que no hay problemas”.
En muchas familias como esta, no hay problemas
graves, pero los sentimientos no se comunican, es como si fueran secretos. Y es que
cuando las personas no se cuentan lo que sienten acerca de su día de trabajo o de
lo que sucede en el mundo, cuando incluso los propios sentimientos son desconocidos,
ello tiene consecuencias. Cuando se pierde el contacto con los demás y con el yo interior,
ocurre lo inevitable: nuestra vida se llena de tristeza.
Los seres humanos
nos sentimos felices si hacemos contacto con los demás, si nos sentimos protegidos
compartiendo ideas y sentimientos, protegiéndonos unos a otros, ayudándonos si se
sufre. Estos elementos no pueden perderse en las rutinas y afanes de la vida diaria.