Sínodo: “Roguemos al Señor para que durante estas tres semanas no sólo digamos cosas
bellas sobre la Eucaristía, sino que sobre todo, vivamos de su fuerza”
Domingo, 2 oct (RV).- Benedicto XVI ha presidido a primera hora de esta mañana -en
la Patriarcal Basílica Vaticana, ante la tumba de san Pedro- la Solemne Celebración
Eucarística con los Padre Sinodales, en ocasión de la Apertura de la XI Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tendrá lugar en el Aula del Sínodo del Vaticano
hasta el 23 de octubre, sobre el tema “La Eucaristía: fuente y cumbre de la vida y
de la misión de la Iglesia”.
Durante la Homilía pronunciada por el Papa durante
la celebración Eucarística de apertura, se ha recordado la importancia de este Sínodo
dedicado por entero a la Eucaristía. El primer pensamiento que el Obispo de Roma ha
extraído de la lectura del profeta Isaías realizada durante la ceremonia de apertura
del Sínodo, ha sido, que “el hombre, creado a imagen de Dios, se le ha infundido la
capacidad de amar y, por lo tanto, la capacidad de amarle también a Él, su Creador”.
El segundo pensamiento ha sido una crítica al hombre, el cual, “admite a Dios como
opinión privada pero lo niega públicamente”, lo que para Benedicto XVI “no es tolerancia
sino hipocresía”.
La última conclusión que ha extraído el Pontífice de la lectura
ha sido, el anuncio a la viña infiel del juicio. De ahí la exclamación por él hecha
al Señor: “¡Refuerza nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, para que podamos
producir buenos frutos!”. Por último el Obispo de Roma ha señalado su deseo de que
durante el Sínodo, “no sólo digamos cosas bellas sobre la Eucaristía, sino que sobre
todo vivamos de su fuerza”.
A continuación les ofrecemos el texto íntegro de
la Homilía del Santo Padre:
“La lectura del profeta Isaías y el Evangelio de
este día nos ponen ante los ojos una de las grandes imágenes de la Sagrada Escritura:
la imagen de la vid. El pan representa en la Sagrada Escritura todo aquello de lo
cual el hombre tiene necesidad para su vida cotidiana. El agua da a la tierra la fertilidad:
es el don fundamental que hace posible la vida. El vino, en cambio, representa la
exquisitez de la creación, nos da la alegría con la que vamos más allá de los límites
de lo cotidiano: el vino “alegra el corazón”. Así el vino, y con éste, la vid se convierten
también en la imagen del don del amor, con el cual podemos tener alguna experiencia
del sabor de lo Divino. Y, de esta manera, la lectura del profeta que acabamos de
escuchar, comienza como un cántico de amor: Dios se ha creado una viña, una imagen,
ésta, de su historia de amor con la humanidad, de su amor por Israel, que Él ha elegido.
Así pues, el primer pensamiento de las lecturas de hoy es éste: al hombre, creado
a su imagen, Dios le ha infundido la capacidad de amar y, por lo tanto, la capacidad
de amarle también a Él, su Creador. Con el cántico de amor del profeta Isaías Dios
quiere hablar al corazón de su pueblo, así como a cada uno de nosotros. “Te he creado
a mi imagen y semejanza”, nos dice. “Yo mismo soy el amor, y tú eres mi imagen en
la medida en que en ti brilla el esplendor del amor, en la medida en que me respondes
con amor”. Dios nos espera. Él quiere ser amado por nosotros: una llamada semejante,
¿no debería quizás tocar nuestro corazón? Precisamente en este momento que celebramos
la Eucaristía, en el que inauguramos el Sínodo sobre la Eucaristía, Él nos sale al
encuentro, sale a mi encuentro. ¿Encontrará una respuesta? ¿O es que con nosotros
ocurre como con la viña, de la que nos habla Dios a través de Isaías: “Él esperó que
produjera uva, pero ésta era uva selvática”?. ¿No suele ser nuestra vida cristiana
mas vinagre que vino? ¿Autocompasión, conflicto, indiferencia?
Con esto hemos
llegado automáticamente al segundo pensamiento fundamental de las lecturas de hoy.
Éstas hablan, sobre todo, de la bondad de la creación de Dios y de la grandeza de
la elección con la cual Él se acerca a nosotros y nos ama. Pero después hablan también
de la historia que vino a continuación, del fracaso del hombre. Dios había plantado
viñas muy seleccionadas y, sin embargo, había madurado uva selvática. ¿Qué es esta
uva selvática? La uva buena que Dios se esperaba –dice el profeta– habría consistido
en la justicia y en la rectitud. La uva selvática es más bien la violencia, el derramamiento
de sangre y la opresión, que hacen gemir a la gente bajo el yugo de la injusticia.
En el Evangelio la imagen cambia: la vid produce uva buena, pero los viñadores se
la quedan para ellos. No están dispuestos a entregarla al propietario. Apalean y matan
a sus mensajeros y matan a su Hijo. Su motivo es simple: ellos quieren ser sus propietarios;
y se apropian de lo que no les pertenece. En el Antiguo Testamento, en primer plano
aparece la denuncia de la violación de la justicia social, del desprecio del hombre
por parte del hombre. Al fondo aparece, sin embargo, cómo, con el desprecio de la
Torah, del derecho donado por Dios, es Dios mismo quien es despreciado; se quiere
solamente gozar del propio poder. Este aspecto queda plenamente subrayado en la parábola
de Jesús: los viñadores no quieren tener un dueño, y estos viñadores constituyen un
espejo para nosotros. Nosotros humanos, a los cuales la creación, por así decirlo,
nos ha sido dada para ser administrada, la usurpamos. Queremos ser los únicos propietarios
en primera persona. Queremos poseer el mundo y nuestra propia vida de manera ilimitada.
Dios es un obstáculo. O se hace de Él una simple frase devota, o Lo negamos del todo,
proscrito de la vida pública, hasta el punto de perder todo significado. La tolerancia
que, por así decirlo, admite a Dios como opinión privada pero lo niega públicamente,
la realidad del mundo y de nuestra vida, no es tolerancia sino hipocresía. Sin embargo,
allí donde el hombre se alza en único señor del mundo y dueño de sí mismo, no podrá
existir la justicia. Allí puede dominar sólo el arbitrio del poder y de los intereses.
Por supuesto, se puede echar al Hijo de la viña y matarlo, para saborear egoístamente
los frutos de la tierra. Pero entonces la viña se transformará en un terreno devastado
por los jabalíes, come nos dice el Salmo Responsorial (cfr Sal 79,14).
De esta
manera llegamos al tercer elemento de las lecturas de hoy. El Señor, tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento, anuncia a la viña infiel el juicio. El juicio que Isaías
predijo se ha materializado en las grandes guerras y exilios llevados a cabo por los
asirios y los babilonios. El juicio anunciado por el Señor Jesús, se refiere sobre
todo a la destrucción de Jerusalén en el año 70. Pero la amenaza del juicio también
nos afecta a nosotros, a la Iglesia en Europa, a Europa y Occidente en general. Con
este Evangelio el Señor grita también en nuestros oídos las palabras que en el Apocalipsis
dirigió a la Iglesia de Éfeso: “Iré donde tu vayas y cambiaré de su lugar tu candelero,
si no te arrepientes” (2,5). También a nosotros nos pueden quitar la luz, y hacemos
bien si dejamos que resuene esta admonición con toda su fuerza en nuestra alma, gritando
al mismo tiempo al Señor: “¡Ayúdanos a convertirnos! ¡Dona a todos nosotros la gracia
de una verdadera renovación! ¡No permitas que la luz que vive en nosotros se apague!
¡Refuerza nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, para que podamos producir
buenos frutos!”. Llegados a este punto, sin embargo, surge en nosotros la pregunta:
“¿Pero no hay ninguna promesa, ninguna palabra de consuelo en la lectura de la página
evangélica de hoy? ¿Es la amenaza la última palabra?” ¡No! La promesa existe y es
ésta la última, la esencial palabra. La oímos en el versículo del Aleluya, tomado
del Evangelio de san Juan: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece
en mí y yo en él, ese, da mucho fruto” (Jn 15,5). Con estas palabras del Señor, san
Juan nos explica el último, y verdadero final de la historia de la viña de Dios. Dios
no fracasa. Al final Él vence, vence el amor. Una velada alusión a esto se encuentra
ya en la parábola de la viña propuesta por el Evangelio de hoy y en sus palabras conclusivas.
También allí la muerte del Hijo no es el final de la historia, aunque no sea contada
directamente. Pero Jesús explica esta muerte mediante una nueva imagen tomada del
Salmo: “La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido…”
(Mt 21, 42; Sl 117, 22). De la muerte del Hijo brota la vida, se forma un nuevo edificio,
una nueva viña. Él, que en Caná cambió el agua en vino, ha transformado su sangre
en el vino del verdadero amor y, así, transforma el vino en su sangre. En el cenáculo
ha anticipado su muerte y la transforma en el don de sí mismo, en un acto de amor
radical. Su sangre es don, es amor, y por esto es el verdadero vino que el Creador
esperaba. De esta manera Cristo mismo se convierte en la vid y esta vid produce siempre
buen fruto: para nosotros la presencia de su amor es indestructible.
Así,
estas parábolas desembocan al final en el misterio de la Eucaristía, en la que el
Señor nos dona el pan de la vida y el vino de su amor y nos invita a la fiesta del
amor eterno. Nosotros celebramos la Eucaristía sabiendo que su precio fue la muerte
del Hijo, el sacrificio de su vida, que en ella está presente. Cada vez que comemos
de este pan y bebemos de este cáliz, nosotros anunciamos la muerte del Señor hasta
que Él vuelva, dice san Pablo (cfr Co 11,26). Pero también sabemos que de esta muerte
brota la vida, porque Jesús la ha transformado en un gesto de entrega, en un acto
de amor, dándole de esta forma su sentido más profundo: el amor ha vencido a la muerte.
En la santa Eucaristía Él, desde la Cruz, nos atrae a todos hacia Sí (Jn 12,32) y
hace que nos convirtamos en los sarmientos de la vid que es Él mismo. Si permanecemos
unidos a Él, entonces también nosotros produciremos frutos, y entonces ya no saldrá
de nosotros el vinagre de la autosuficiencia, del descontento de Dios y de su creación,
sino el vino bueno de la alegría en Dios y del amor al prójimo. Roguemos al Señor
para que nos done su gracia, para que durante las tres semanas del Sínodo que estamos
iniciando, no sólo digamos cosas bellas sobre la Eucaristía, sino que sobre todo vivamos
de su fuerza. Invoquemos este don por medio de María, queridos Padres sinodales, a
quienes saludo con tanto afecto, junto a las distintas Comunidades de las que provienen
y que están aquí representadas, para que dóciles a la acción del Espíritu Santo podamos
ayudar al mundo a que se conviertan, en Cristo y con Cristo, en la vid fecunda de
Dios. Amén”.