Reunión del Papa con miles de seminaristas en Colonia
Viernes, 19 ago (RV).- Benedicto XVI se ha reunido esta tarde con un grupo de dos
mil seminaristas en la iglesia de san Pantaleón de Colonia, una de las doce iglesias
románicas entorno a las cuales se erige la catedral de la ciudad. Tras el saludo litúrgico
del Papa, se ha leído el salmo 145, dando paso después a los cantos y a los testimonios
de los seminaristas. A continuación les ofrecemos las palabras que el Santo Padre
ha dirigido a los seminaristas:
Queridos seminaristas:
Os saludo a todos
con gran afecto, agradeciendo vuestra jovial acogida y, sobre todo, el que hayáis
venido a este encuentro desde numerosos países de los cinco continentes. Me dirijo
ante todo al Seminarista, al Sacerdote y al Obispo que nos han ofrecido su testimonio
personal. Gracias de corazón. Estoy contento de tener este encuentro con vosotros.
He querido que, en el programa de estos días en Colonia, hubiera un encuentro especial
con los jóvenes seminaristas, para resaltar de manera más explícita y vigorosa la
dimensión vocacional que tienen siempre las Jornadas Mundiales de la Juventud. Seguramente,
estáis viviendo esta experiencia con una intensidad muy particular, precisamente porque
sois seminaristas, es decir, jóvenes que se encuentran en un tiempo fuerte de búsqueda
de Cristo y de encuentro con Él, en vista de una misión importante en la Iglesia.
Esto es el seminario: no tanto un lugar, sino un tiempo significativo en la vida de
un discípulo de Jesús. Imagino el eco que pueden tener en vuestro interior las palabras
del lema de esta vigésima Jornada mundial – «Hemos venido a adorarlo» – y todo el
relato evangélico de los Magos, del que se ha tomado el lema. Este pasaje tiene un
valor singular para vosotros, precisamente porque estáis realizando un proceso de
discernimiento y comprobación de la llamada al sacerdocio. Sobre esto quisiera detenerme
a reflexionar con vosotros.
¿Por qué los Magos fueron a Belén desde países
lejanos? La respuesta está en relación con el misterio de la «estrella» que vieron
«salir» y que identificaron como la estrella del «Rey de los Judíos», es decir, como
la señal del nacimiento del Mesías (cf. Mt 2,2). Por tanto, su viaje fue motivado
por una fuerte esperanza, que luego tuvo en la estrella su confirmación y guía hacia
el “Rey de los Judíos”, hacia la realeza de Dios mismo. Los Magos marcharon porque
tenían un deseo grande que los indujo a dejarlo todo y a ponerse en camino. Era como
si hubieran esperado siempre aquella estrella. Como si aquel viaje hubiera estado
siempre inscrito en su destino, que ahora finalmente se cumple. Queridos amigos, esto
es el misterio de la llamada, de la vocación; misterio que afecta a la vida de todo
cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que Cristo invita a dejar
todo para seguirlo más de cerca. El seminarista vive la belleza de la llamada en el
momento que podríamos definir de «enamoramiento». Su ánimo, henchido de asombro, le
hace decir en la oración: Señor, ¿por qué precisamente a mí? Pero el amor no tiene
un «por qué», es un don gratuito al que se responde con la entrega de sí mismo.
El
seminario es un tiempo destinado a la formación y al discernimiento. La formación,
como bien sabéis, tiene varias dimensiones que convergen en la unidad de la persona:
esa comprende el ámbito humano, espiritual y cultural. Su objetivo más profundo es
el de hacer conocer íntimamente aquel Dios que en Jesucristo nos ha mostrado su rostro.
Por esto es necesario un estudio profundo de la Sagrada Escritura como también de
la fe y de la vida de la Iglesia, en la cual la Escritura permanece como palabra viva.
Todo esto debe enlazarse con las preguntas de nuestra razón y, por tanto, con el contexto
de la vida humana de hoy. Este estudio, a veces, puede parecer pesado, pero constituye
una parte insustituible de nuestro encuentro con Cristo y de nuestra llamada a anunciarlo.
Todo contribuye a desarrollar una personalidad coherente y equilibrada, capaz de asumir
válidamente la misión presbiteral y llevarla a cabo después responsablemente. El papel
de los formadores es decisivo: la calidad del presbiterio en una Iglesia particular
depende en buena parte de la del seminario y, por tanto, de la calidad de los responsables
de la formación. Queridos seminaristas, precisamente por eso rezamos hoy con viva
gratitud por todos vuestros superiores, profesores y educadores, que sentimos espiritualmente
presentes en este encuentro. Pidamos a Dios que desempeñen lo mejor posible la tarea
tan importante que se les ha confiado. El seminario es un tiempo de camino, de búsqueda,
pero sobre todo de descubrimiento de Cristo. En efecto, sólo si tiene una experiencia
personal de Cristo, el joven puede comprender en verdad su voluntad y por lo tanto
la propia vocación. Cuanto más conoces a Jesús, más te atrae su misterio; cuanto más
lo encuentras, más fuerte es el deseo de buscarlo. Es un movimiento del espíritu que
dura toda la vida, y que en el seminario pasa como una estación llena de promesas,
su «primavera».
Al llegar a Belén, los Magos «entraron en la casa, vieron
al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2,11). He aquí
por fin el momento tan esperado: el encuentro con Jesús. «Entraron en la casa»: esta
casa representa en cierto modo la Iglesia. Para encontrar al Salvador hay que entrar
en la casa, que es la Iglesia. Durante el tiempo del seminario se produce una maduración
particularmente significativa en la conciencia del joven seminarista: ya no ve a la
Iglesia «desde fuera», sino la siente, por así decir, «en su interior», como «su casa»,
porque es casa de Cristo, donde «habita» María, su madre. Y es justo la Madre quien
le muestra a Jesús, su Hijo, quien se lo presenta; en cierto modo lo hace ver, tocar,
tomarlo en sus brazos. María le enseña a contemplarlo con los ojos del corazón y a
vivir de Él. En todos los momentos de la vida en el seminario se puede experimentar
esta afectuosa presencia de la Virgen, que introduce a cada uno al encuentro con Cristo
en el silencio de la meditación, en el oración y en la fraternidad. María ayuda a
encontrar al Señor sobre todo en la Celebración eucarística, cuando en la Palabra
y en el Pan consagrado se hace nuestro alimento espiritual cotidiano.
«Y
cayendo de rodillas lo adoraron...; le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra»
(Mt 2,11-12). Con esto culmina todo el itinerario: el encuentro se convierte en adoración,
dando lugar a un acto de fe y amor que reconoce en Jesús, nacido de María, al Hijo
de Dios hecho hombre. ¿Cómo no ver prefigurado en el gesto de los Magos la fe de Simón
Pedro y de los Apóstoles, la fe de Pablo y de todos los santos, en particular de los
santos seminaristas y sacerdotes que han marcado los dos mil años de historia de la
Iglesia? El secreto de la santidad es la amistad con Cristo y la adhesión fiel a su
voluntad. «Cristo es todo para nosotros», decía San Ambrosio; y San Benito exhortaba
a no anteponer nada al amor de Cristo. Que Cristo sea todo para vosotros. Especialmente
vosotros, queridos seminaristas, ofrecedle a Él lo más precioso que tenéis, como sugería
el venerado Juan Pablo II en su Mensaje para esta Jornada Mundial: el oro de vuestra
libertad, el incienso de vuestra oración fervorosa, la mirra de vuestro afecto más
profundo (cf. n. 4).
El seminario es un tiempo de preparación para la
misión. Los Magos «se marcharon a su tierra», y ciertamente dieron testimonio del
encuentro con el Rey de los Judíos. También vosotros, después del largo y necesario
itinerario formativo del seminario, seréis enviados para ser los ministros de Cristo;
cada uno de vosotros volverá entre la gente como alter Christus. En el viaje de retorno,
los Magos tuvieron que afrontar seguramente peligros, sacrificios, desorientación,
dudas...¡ya no tenían la estrella para guiarlos! Ahora la luz estaba dentro de ellos.
Ahora tenían que custodiarla y alimentarla con la memoria constante de Cristo, de
su Rostro santo, de su Amor inefable. ¡Queridos seminaristas! Si Dios quiere, también
vosotros un día, consagrados por el Espíritu Santo, iniciaréis vuestra misión. Recordad
siempre las palabras de Jesús: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Si permanecéis en
Cristo, daréis mucho fruto. No lo habéis elegido vosotros a Él, sino que Él os ha
elegido a vosotros (cf. Jn 15,16). ¡He aquí el secreto de vuestra vocación y de vuestra
misión! Está guardado en el corazón inmaculado de María, que vela con amor materno
sobre cada uno de vosotros. Recurrid frecuentemente a Ella con confianza. Yo os aseguro
mi afecto y mi oración cotidiana, y os bendigo de corazón.