Las dos nuevas beatas “han hablado el lenguaje de la verdad y el amor”, el único capaz
de reconstruir la unidad de la familia humana
Sábado, 14 may (RV).- Esta tarde, el cardenal José Saraiva Martins, por encargo de
Benedicto XVI, ha dado lectura a la carta Apostólica con la que el Santo Padre ha
inscrito en el libro de los beatos a dos siervas de Dios, la española Ascensión Nicol
Goñi, cofundadora de las religiosas misioneras dominicas del Rosario y Maria Anna
Cope.
A las cinco de la tarde ha dado comienzo la ceremonia de beatificaciones presidida
por el prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, quien ha resaltado
de las dos nuevas beatas que “han dado al mundo los frutos y las signos de la presencia
del Espíritu Santo, han hablado el lenguaje de la verdad y el amor, el único capaz
de derribar las barreras de la cultura y la raza y de reconstruir la unidad de la
familia humana, dispersada por el orgullo, por la voluntad de poder, alejada de la
soberanía de Dios, tal como nos ha hecho comprender la narración bíblica de la Torre
de Babel”.
El purpurado portugués ha recurrido en su homilía a las palabras del Santo Padre Benedicto
XVI, quien inaugurando su ministerio petrino, insistió en que "no es el poder el que
redime, sino el amor! Éste es el signo de Dios: “Él mismo es amor… El Dios, que se
ha hecho cordero, nos dice que el mundo ha sido salvado por el Crucificado y no por
los verdugos".
Hablando en concreto de la beata Ascensión del Corazón de Jesús, el purpurado, ha
elogiado a una de las grandes misioneras del siglo pasado cuyo campo de apostolado
fue la enseñanza, en Perú, en Europa, e incluso China. La cofundadora de las Hermanas
Misioneras Dominicas del Santísimo Rosario dejó una huella profunda en la historia
misionera de la Iglesia y tuvo el temple de una luchadora intrépida e infatigable,
así como una ternura materna capaz de conquistar los corazones.
En cuanto a la beata Maria Anna Cope, el cardenal Saraiva ha definido su vida como
una obra de arte de la gracia divina que lleva en sí el perfume y la belleza del franciscanismo
de los primeros momentos. Una beata que amó a los enfermos de lepra más que a sí
misma. En ellos vio el rostro doliente de Jesús. Siguió las huellas del buen samaritano
y se volvió la madre de los leprosos.
Homilía completa
Eminencias Reverendísimas, Venerados Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
Distinguidas Autoridades, Queridos Peregrinos,
1. La Iglesia naciente se preparó al primer Pentecostés cristiano recorriendo un
itinerario de fe en el Señor resucitado. Es él, en efecto, que dona su Espíritu al
pueblo de la Nueva Alianza.
La comunidad de los discípulos, después de la ascensión de Jesús al cielo, se reunió
en el cenáculo en espera de ser "bautizado en el Espíritu Santo", At 1, 5, y se preparó
al acontecimiento haciendo una intensa experiencia de comunión fraterna y de oración:
"Eran asiduos y concordes en la oración… con María, la madre de Jesús", At 1, 14.
Esta tarde también nosotros nos encontramos idealmente reunidos en el cenáculo. Sentimos
la presencia materna de María y la cercanía del apóstol Pedro, sobre cuyo Sepulcro
surge esta Basílica.
Ahora somos una asamblea litúrgica que proclama la misma fe en Cristo resucitado;
que se nutre del mismo Pan eucarístico; que dirige al cielo, con confiada insistencia,
la misma invocación: "Ven, Espíritu, Santo / y envíanos desde el cielo / un rayo de
tu luz. / Ven, padre de los pobres, / ven, dador de todos los dones, / ven, luz de
los corazones" (Secuencia).
Saludo, por tanto, a cuantos han dejado a sus ciudades y sus casas y los que, atravesando
los Océanos y los Continentes, están aquí para compartir con nosotros la gracia de
Pentecostés y la alegría de la beatificación de la Madre Ascensión del Corazón de
Jesús y de la Madre María Anna Cope.
Una cordial bienvenida a las Religiosas Misioneras Dominicas del Santísimo Rosario
y a las Religiosas de la Tercera Orden de San Francisco de Syracuse, y a los numerosos
peregrinos, procedentes de los lugares de nacimiento y apostolado de las nuevas Beatas.
2. Queridos hermanos y hermanas, la palabra de Dios, que ha sido proclamada ahora,
nos ayuda a hacer memoria del gran misterio de Pentecostés, que marcó el solemne inicio
de la misión de la Iglesia en el mundo.
La perícopa evangélica nos ha hecho llegar el grito de Jesús: "Quien tiene sed que
venga a mí y beba". El hombre de todos los tiempos y todas las culturas tiene sed
de vida, de verdad, de justicia, de paz, de felicidad. Tiene sed de eternidad. Tiene
sed de Dios. Jesús puede apagar esta sed. A la samaritana le decía: "Quien bebe sólo
del agua que yo le daré, no tendrá nunca más sed", Jn 4,14. El agua de Jesús es el
Espíritu Santo, Espíritu creador y consolador, que transforma el corazón del hombre,
lo vacía de las oscuridades y lo llena de vida divina, de sabiduría, de amor, de buena
voluntad, de alegría, realizando así la profecía de Ezequiel: "Pondré mi Espíritu
dentro de vosotros y os haré vivir según mis preceptos", Ez 36, 27.
La presencia del Espíritu Santo en la Iglesia y en cada una de las almas es una "inhabitación"
permanente, dinámica, creativa. Quien haya bebido el agua de Jesús, tendrá en su
seno "ríos" de agua viva, Jn 7,38, "un manantial de agua que salta hasta la vida eterna",
Jn 4,14.
El Espíritu Santo cambia la existencia de quien lo acoge, renueva la faz de la tierra
y transforma toda la creación que - como afirma San Paolo en la 2ª lectura de la misa
- "gime y sufre hasta a hoy los dolores del parto", Rm 8, 22, en espera de volver
a ser el jardín de Dios y el jardín del hombre.
El Espíritu Santo es el maestro interior y, al mismo tiempo, es el viento gallardo
que hincha las velas de la barca de Pedro para conducirla mar adentro. ¡Duc in altum!
Es la exhortación que el Sumo Pontífice Juan Pablo II ha lanzado a la Iglesia del
tercer milenio, (cf. Lett. Apost. Novo Milenio Ineunte" 58).
Los Apóstoles experimentaron al Espíritu Santo y se volvieron testigos de Cristo muerto
y resucitado, misioneros por los caminos del mundo. La misma experiencia se repite
en todos los que, acogiendo a Cristo, se abren a Dios y a la humanidad; se repite
sobre todo en los santos, tanto en los anónimos como en aquellos que han sido elevados
a los honores de los altares. Los santos son las obras maestras del Espíritu que esculpe
en ellos el rostro de Cristo y trasplanta en su corazón la caridad de Dios.
Nuestras dos Beatas han abierto sus vidas al Espíritu de Dios y se han dejado conducir
por él en el servicio a la Iglesia, a los pobres, a los enfermos, a la juventud.
3. La Beata Ascensión del Corazón de Jesús es una de las grandes misioneras del siglo
pasado. Desde joven concibió su vida como un don al Señor y al prójimo, y quiso pertenecer
en exclusiva a Dios, consagrándose como monja dominica en el Monasterio de Santa Rosa
de Huesca, en España. Se dejó llevar, sin reservas, por el dinamismo de la caridad,
infundida por el Espíritu Santo en aquellos que le abren de par en par las puertas
de su corazón.
Su primer campo de apostolado fue la enseñanza en el colegio anexo al Monasterio.
Las fuentes testimoniales la recuerdan como educadora excelente, amable y fuerte,
comprensiva y exigente.
Pero el Señor tenía otros proyectos para ella y, a la edad de cuarenta y cinco años,
la llamó a ser misionera en Perú. Con entusiasmo juvenil y confianza total en la Providencia,
dejó su patria y se dedicó a la tarea de evangelizar, extendiendo su afán a todo el
mundo, a partir del continente americano. Su trabajo generoso, amplio y eficaz dejó
una huella profunda en la historia misionera de la Iglesia. Colaboró con Mons. Ramón
Zubieta, Obispo dominico, en la fundación de las Hermanas Misioneras Dominicas del
Santísimo Rosario, Congregación de la que fue primera Superiora general. Su vida misionera
abunda en sacrificio, renuncia y frutos apostólicos. Sembró generosamente y cosechó
en abundancia. Realizó frecuentes viajes apostólicos a Perú y Europa, e incluso llegó
a China. Tuvo el temple de luchadora intrépida e infatigable, así como una ternura
materna capaz de conquistar los corazones. Enraizada en la caridad de Cristo, ejerció
con todos su carisma de maternidad espiritual. Sostenida por una fe viva y una devoción
ferviente al Sagrado Corazón de Jesús y a Nuestra Señora del Rosario, se entregó para
la salvación de las almas, con olvido completo de sí misma. Exhortaba frecuentemente
a sus hijas a comportarse de la misma manera, afirmando que no se salvan las almas
sin nuestro sacrificio personal. Deseó ardientemente llegar a una caridad cada vez
más pura e intensa y, para alcanzar esta meta, se ofreció como víctima al Amor Misericordioso
de Dios.
4. Una obra de arte de la gracia divina fue la vida de la Beata María Anna Cope,
que lleva en sí el perfume y la belleza del franciscanismo de la primera hora. Su
servicio a los enfermos de lepra vuelve a traernos a la mente la conmovedora experiencia
de San Francisco de Asís, de quien la Beata fue fiel discípula. El Santo, en su Testamento,
recuerda: “Me parecía demasiado amargo ver a los leprosos y Dios mismo me condujo
entre ellos y usé con ellos misericordia". El encuentro de Francisco con los enfermos
de lepra no fue solamente una experiencia de cercanía humana y solidaridad, sino que
fue el abrazo con Cristo crucificado y el principio de su camino hacia la santidad
heroica.
El encuentro de Madre María Anna con los enfermos de lepra tuvo lugar cuando ella
había hecho ya un largo camino en el seguimiento de Cristo. Desde los veinte años
pertenecía a la Congregación de las Religiosas de la Tercera Orden de San Francisco
de Syracuse. Ya había acumulado una amplia experiencia y una sólida madurez espiritual.
Pero inesperadamente Dios la llamó a una entrega más radical, a un servicio misionero
más peligroso. En la invitación del obispo de Honolulu, que buscaba religiosas de
buena voluntad para enviarlas a asistir a los enfermos de lepra en la isla de Molokai,
la Beata, entonces superiora provincial, reconoció la voz de Cristo y, como Isaías,
no vaciló al contestar: "¡Aquí estoy, mándame! (Is 6,8). Renunció a todo y se entregó
completamente a la VOLUNTAD DE DIOS, a las peticiones de la Iglesia y a las necesidades
de sus nuevos hermanos. Puso en peligro su salud y su misma vida. Durante 35 años,
practicó a niveles altísimos el precepto del amor a Dios y al próximo. Colaboró con
mucho entusiasmo con el Beato Damián de Veuster, ya al final de su extraordinario
apostolado. La Beata amó a los enfermos de lepra más que a sí misma. Les sirvió, les
educó les guió con inteligencia, amabilidad y fortaleza. En ellos vio el rostro doliente
de Jesús. Siguió las huellas del buen samaritano y se volvió "la madre de los leprosos".
Perseveró hasta el final sacando fuerza de la fe, constantemente alimentada por la
eucaristía, por la devoción mariana, y por la oración. No tuvo pretensiones, no buscó
reconocimientos. Escribió: “No me espero un lugar de privilegio en en cielo. Estaré
llena de gratitud por un pequeño rincón, donde yo pueda amar a Dios para toda la eternidad."
5. "Ríos de agua viva brotarán del corazón de quien cree en Cristo”. Los signos de
su presencia han sido indicados sumariamente por la Carta a los Gálatas. Y son: "amor,
alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominó de sí",
Gal 5, 22.
Nuestras dos Beatas han dado al mundo los frutos y los signos de la presencia del
Espíritu Santo, han hablado el lenguaje de la verdad y el amor, el único capaz de
derribar las barreras de la cultura y la raza y de reconstruir la unidad de la familia
humana, dispersada por el orgullo, por la voluntad de poder, alejada de la soberanía
de Dios, tal como nos ha hecho comprender la narración bíblica de la Torre de Babel,
cf. 1ª lectura.
El Santo Padre Benedicto XVI, ha recordando, inaugurando su ministerio petrino, ha
insistido que "no es el poder el que redime, sino el amor! Éste es el signo de Dios:
“Él mismo es amor… El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo ha sido
salvado por el Crucificado y no por los verdugos", El Oss. Rom, 25 apr. 2005, p. 5.
San Ireneo, comentando la Fiesta de Pentecostés, ha propuesto esta reflexión: “El
Espíritu Santo ha anulado las distancias, ha eliminado los despropósitos y transformado
el consenso de los pueblos en un primicia para ser ofrecida al Señor… En efecto, como
la harina no se amalgama en una única masa pastosa, ni se convierte en un único pan
sin el agua, así tampoco nosotros, multitud desunida, podemos convertirnos en una
única Iglesia en Cristo sin el Agua que baja del cielo", (Contra las herejías, 3,17).
En las manos de la Beata Ascensión del Corazón de Jesús y de la Beata María Anna
Cope ponemos, por tanto, nuestra oración: "Señor, danos de este agua", (Jn 4, 15).
AMÉN.