2005-05-14 18:41:17

Las dos nuevas beatas “han hablado el lenguaje de la verdad y el amor”, el único capaz de reconstruir la unidad de la familia humana


Sábado, 14 may (RV).- Esta tarde, el cardenal José Saraiva Martins, por encargo de Benedicto XVI, ha dado lectura a la carta Apostólica con la que el Santo Padre ha inscrito en el libro de los beatos a dos siervas de Dios, la española Ascensión Nicol Goñi, cofundadora de las religiosas misioneras dominicas del Rosario y Maria Anna Cope.

A las cinco de la tarde ha dado comienzo la ceremonia de beatificaciones presidida por el prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, quien ha resaltado de las dos nuevas beatas que “han dado al mundo los frutos y las signos de la presencia del Espíritu Santo, han hablado el lenguaje de la verdad y el amor, el único capaz de derribar las barreras de la cultura y la raza y de reconstruir la unidad de la familia humana, dispersada por el orgullo, por la voluntad de poder, alejada de la soberanía de Dios, tal como nos ha hecho comprender la narración bíblica de la Torre de Babel”.

El purpurado portugués ha recurrido en su homilía a las palabras del Santo Padre Benedicto XVI, quien inaugurando su ministerio petrino, insistió en que "no es el poder el que redime, sino el amor! Éste es el signo de Dios: “Él mismo es amor… El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo ha sido salvado por el Crucificado y no por los verdugos".

Hablando en concreto de la beata Ascensión del Corazón de Jesús, el purpurado, ha elogiado a una de las grandes misioneras del siglo pasado cuyo campo de apostolado fue la enseñanza, en Perú, en Europa, e incluso China. La cofundadora de las Hermanas Misioneras Dominicas del Santísimo Rosario dejó una huella profunda en la historia misionera de la Iglesia y tuvo el temple de una luchadora intrépida e infatigable, así como una ternura materna capaz de conquistar los corazones.

En cuanto a la beata Maria Anna Cope, el cardenal Saraiva ha definido su vida como una obra de arte de la gracia divina que lleva en sí el perfume y la belleza del franciscanismo de los primeros momentos. Una beata que amó a los enfermos de lepra más que a sí misma. En ellos vio el rostro doliente de Jesús. Siguió las huellas del buen samaritano y se volvió la madre de los leprosos.

Homilía completa

Eminencias Reverendísimas, Venerados Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, Distinguidas Autoridades, Queridos Peregrinos,

1. La Iglesia naciente se preparó al primer Pentecostés cristiano recorriendo un itinerario de fe en el Señor resucitado. Es él, en efecto, que dona su Espíritu al pueblo de la Nueva Alianza.
La comunidad de los discípulos, después de la ascensión de Jesús al cielo, se reunió en el cenáculo en espera de ser "bautizado en el Espíritu Santo", At 1, 5, y se preparó al acontecimiento haciendo una intensa experiencia de comunión fraterna y de oración: "Eran asiduos y concordes en la oración… con María, la madre de Jesús", At 1, 14.
Esta tarde también nosotros nos encontramos idealmente reunidos en el cenáculo. Sentimos la presencia materna de María y la cercanía del apóstol Pedro, sobre cuyo Sepulcro surge esta Basílica.
Ahora somos una asamblea litúrgica que proclama la misma fe en Cristo resucitado; que se nutre del mismo Pan eucarístico; que dirige al cielo, con confiada insistencia, la misma invocación: "Ven, Espíritu, Santo / y envíanos desde el cielo / un rayo de tu luz. / Ven, padre de los pobres, / ven, dador de todos los dones, / ven, luz de los corazones" (Secuencia).
Saludo, por tanto, a cuantos han dejado a sus ciudades y sus casas y los que, atravesando los Océanos y los Continentes, están aquí para compartir con nosotros la gracia de Pentecostés y la alegría de la beatificación de la Madre Ascensión del Corazón de Jesús y de la Madre María Anna Cope.
Una cordial bienvenida a las Religiosas Misioneras Dominicas del Santísimo Rosario y a las Religiosas de la Tercera Orden de San Francisco de Syracuse, y a los numerosos peregrinos, procedentes de los lugares de nacimiento y apostolado de las nuevas Beatas.

2. Queridos hermanos y hermanas, la palabra de Dios, que ha sido proclamada ahora, nos ayuda a hacer memoria del gran misterio de Pentecostés, que marcó el solemne inicio de la misión de la Iglesia en el mundo.
La perícopa evangélica nos ha hecho llegar el grito de Jesús: "Quien tiene sed que venga a mí y beba". El hombre de todos los tiempos y todas las culturas tiene sed de vida, de verdad, de justicia, de paz, de felicidad. Tiene sed de eternidad. Tiene sed de Dios. Jesús puede apagar esta sed. A la samaritana le decía: "Quien bebe sólo del agua que yo le daré, no tendrá nunca más sed", Jn 4,14. El agua de Jesús es el Espíritu Santo, Espíritu creador y consolador, que transforma el corazón del hombre, lo vacía de las oscuridades y lo llena de vida divina, de sabiduría, de amor, de buena voluntad, de alegría, realizando así la profecía de Ezequiel: "Pondré mi Espíritu dentro de vosotros y os haré vivir según mis preceptos", Ez 36, 27.
La presencia del Espíritu Santo en la Iglesia y en cada una de las almas es una "inhabitación" permanente, dinámica, creativa. Quien haya bebido el agua de Jesús, tendrá en su seno "ríos" de agua viva, Jn 7,38, "un manantial de agua que salta hasta la vida eterna", Jn 4,14.
El Espíritu Santo cambia la existencia de quien lo acoge, renueva la faz de la tierra y transforma toda la creación que - como afirma San Paolo en la 2ª lectura de la misa - "gime y sufre hasta a hoy los dolores del parto", Rm 8, 22, en espera de volver a ser el jardín de Dios y el jardín del hombre.
El Espíritu Santo es el maestro interior y, al mismo tiempo, es el viento gallardo que hincha las velas de la barca de Pedro para conducirla mar adentro. ¡Duc in altum! Es la exhortación que el Sumo Pontífice Juan Pablo II ha lanzado a la Iglesia del tercer milenio, (cf. Lett. Apost. Novo Milenio Ineunte" 58).
Los Apóstoles experimentaron al Espíritu Santo y se volvieron testigos de Cristo muerto y resucitado, misioneros por los caminos del mundo. La misma experiencia se repite en todos los que, acogiendo a Cristo, se abren a Dios y a la humanidad; se repite sobre todo en los santos, tanto en los anónimos como en aquellos que han sido elevados a los honores de los altares. Los santos son las obras maestras del Espíritu que esculpe en ellos el rostro de Cristo y trasplanta en su corazón la caridad de Dios.
Nuestras dos Beatas han abierto sus vidas al Espíritu de Dios y se han dejado conducir por él en el servicio a la Iglesia, a los pobres, a los enfermos, a la juventud.


3. La Beata Ascensión del Corazón de Jesús es una de las grandes misioneras del siglo pasado. Desde joven concibió su vida como un don al Señor y al prójimo, y quiso pertenecer en exclusiva a Dios, consagrándose como monja dominica en el Monasterio de Santa Rosa de Huesca, en España. Se dejó llevar, sin reservas, por el dinamismo de la caridad, infundida por el Espíritu Santo en aquellos que le abren de par en par las puertas de su corazón.
Su primer campo de apostolado fue la enseñanza en el colegio anexo al Monasterio. Las fuentes testimoniales la recuerdan como educadora excelente, amable y fuerte, comprensiva y exigente.
Pero el Señor tenía otros proyectos para ella y, a la edad de cuarenta y cinco años, la llamó a ser misionera en Perú. Con entusiasmo juvenil y confianza total en la Providencia, dejó su patria y se dedicó a la tarea de evangelizar, extendiendo su afán a todo el mundo, a partir del continente americano. Su trabajo generoso, amplio y eficaz dejó una huella profunda en la historia misionera de la Iglesia. Colaboró con Mons. Ramón Zubieta, Obispo dominico, en la fundación de las Hermanas Misioneras Dominicas del Santísimo Rosario, Congregación de la que fue primera Superiora general. Su vida misionera abunda en sacrificio, renuncia y frutos apostólicos. Sembró generosamente y cosechó en abundancia. Realizó frecuentes viajes apostólicos a Perú y Europa, e incluso llegó a China. Tuvo el temple de luchadora intrépida e infatigable, así como una ternura materna capaz de conquistar los corazones. Enraizada en la caridad de Cristo, ejerció con todos su carisma de maternidad espiritual. Sostenida por una fe viva y una devoción ferviente al Sagrado Corazón de Jesús y a Nuestra Señora del Rosario, se entregó para la salvación de las almas, con olvido completo de sí misma. Exhortaba frecuentemente a sus hijas a comportarse de la misma manera, afirmando que no se salvan las almas sin nuestro sacrificio personal. Deseó ardientemente llegar a una caridad cada vez más pura e intensa y, para alcanzar esta meta, se ofreció como víctima al Amor Misericordioso de Dios.

4. Una obra de arte de la gracia divina fue la vida de la Beata María Anna Cope, que lleva en sí el perfume y la belleza del franciscanismo de la primera hora. Su servicio a los enfermos de lepra vuelve a traernos a la mente la conmovedora experiencia de San Francisco de Asís, de quien la Beata fue fiel discípula. El Santo, en su Testamento, recuerda: “Me parecía demasiado amargo ver a los leprosos y Dios mismo me condujo entre ellos y usé con ellos misericordia". El encuentro de Francisco con los enfermos de lepra no fue solamente una experiencia de cercanía humana y solidaridad, sino que fue el abrazo con Cristo crucificado y el principio de su camino hacia la santidad heroica.
El encuentro de Madre María Anna con los enfermos de lepra tuvo lugar cuando ella había hecho ya un largo camino en el seguimiento de Cristo. Desde los veinte años pertenecía a la Congregación de las Religiosas de la Tercera Orden de San Francisco de Syracuse. Ya había acumulado una amplia experiencia y una sólida madurez espiritual. Pero inesperadamente Dios la llamó a una entrega más radical, a un servicio misionero más peligroso. En la invitación del obispo de Honolulu, que buscaba religiosas de buena voluntad para enviarlas a asistir a los enfermos de lepra en la isla de Molokai, la Beata, entonces superiora provincial, reconoció la voz de Cristo y, como Isaías, no vaciló al contestar: "¡Aquí estoy, mándame! (Is 6,8). Renunció a todo y se entregó completamente a la VOLUNTAD DE DIOS, a las peticiones de la Iglesia y a las necesidades de sus nuevos hermanos. Puso en peligro su salud y su misma vida. Durante 35 años, practicó a niveles altísimos el precepto del amor a Dios y al próximo. Colaboró con mucho entusiasmo con el Beato Damián de Veuster, ya al final de su extraordinario apostolado. La Beata amó a los enfermos de lepra más que a sí misma. Les sirvió, les educó les guió con inteligencia, amabilidad y fortaleza. En ellos vio el rostro doliente de Jesús. Siguió las huellas del buen samaritano y se volvió "la madre de los leprosos". Perseveró hasta el final sacando fuerza de la fe, constantemente alimentada por la eucaristía, por la devoción mariana, y por la oración. No tuvo pretensiones, no buscó reconocimientos. Escribió: “No me espero un lugar de privilegio en en cielo. Estaré llena de gratitud por un pequeño rincón, donde yo pueda amar a Dios para toda la eternidad."

5. "Ríos de agua viva brotarán del corazón de quien cree en Cristo”. Los signos de su presencia han sido indicados sumariamente por la Carta a los Gálatas. Y son: "amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominó de sí", Gal 5, 22.
Nuestras dos Beatas han dado al mundo los frutos y los signos de la presencia del Espíritu Santo, han hablado el lenguaje de la verdad y el amor, el único capaz de derribar las barreras de la cultura y la raza y de reconstruir la unidad de la familia humana, dispersada por el orgullo, por la voluntad de poder, alejada de la soberanía de Dios, tal como nos ha hecho comprender la narración bíblica de la Torre de Babel, cf. 1ª lectura.
El Santo Padre Benedicto XVI, ha recordando, inaugurando su ministerio petrino, ha insistido que "no es el poder el que redime, sino el amor! Éste es el signo de Dios: “Él mismo es amor… El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo ha sido salvado por el Crucificado y no por los verdugos", El Oss. Rom, 25 apr. 2005, p. 5.
San Ireneo, comentando la Fiesta de Pentecostés, ha propuesto esta reflexión: “El Espíritu Santo ha anulado las distancias, ha eliminado los despropósitos y transformado el consenso de los pueblos en un primicia para ser ofrecida al Señor… En efecto, como la harina no se amalgama en una única masa pastosa, ni se convierte en un único pan sin el agua, así tampoco nosotros, multitud desunida, podemos convertirnos en una única Iglesia en Cristo sin el Agua que baja del cielo", (Contra las herejías, 3,17).
En las manos de la Beata Ascensión del Corazón de Jesús y de la Beata María Anna Cope ponemos, por tanto, nuestra oración: "Señor, danos de este agua", (Jn 4, 15). AMÉN.

Basílica de S. Pedro, el 14 de mayo de 2005







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