Sábado, 26 mar (RV).- La gran institución religiosa, la primera de todas en Israel,
era el Sábado. Signo de liberación de trabajos materiales y de la esclavitud de Egipto,
era el día santo; su santificación figuraba entre los primeros preceptos de la Alianza.
Más tarde, en la predicación de los profetas, apareció el anuncio repetido de la llegada
del Día de Yahvéh. Con él se anunciaba la futura victoria de Dios sobre los enemigos
de su pueblo. Día de la ira de Dios frente a cuantos le tenían oprimido; día de amargura
y maldición para todos los opresores de los pobres, de los desvalidos, de los justos
perseguidos. Sí, también de alegría, por la liberación, para cuantos aman al Señor
y cumplen su Alianza. Era el día escatológico; con el que llegaría la implantación
del Reino de Dios.
La presencia y la obra de Jesucristo iluminaron las Escrituras. A la luz de sus palabras,
los verdaderos hijos de Abraham descubrieron en su lectura los misterios encerrados
en ellas. Con frecuencia encontramos en los libros del Nuevo Testamento -especialmente
en los Evangelios- estas expresiones: “Para que se cumpliera la Escritura”, “Así se
cumplió lo que estaba escrito...” Los discípulos de Jesús acabaron viendo en los acontecimientos
de su vida y muerte el cumplimiento de las antiguas profecías y figuras. También,
y sobre todo, en su resurrección gloriosa. El sábado judío, el Día de Yahvéh, era
figura y anuncio de. la gran, alegría pascual.
Jesucristo resucitó el primer día de la semana, y en ese mismo día se mostró vivo
y lleno de gloria a sus discípulos. Desde entonces, ese día se llamó Domingo, es decir:
“Día del Señor”. Es por tanto el domingo la fiesta primordial cristiana, la gran fiesta
de la Pascua, centro de la vida de la Iglesia. De esta manera cada uno de los domingos
del año no es otra cosa que la presencia del Misterio Pascual para todo el tiempo
de nuestra vida. Con el domingo nos llega la liberación cristiana, la santa alegría,
la renovación en el Espíritu, la serenidad, la apertura a la amistad de Dios y al
amor de los hermanos. El día del Señor es promesa y recuerdo; actualidad viva de la
resurrección de Jesucristo, de su triunfo sobre el pecado y sobre la muerte; anticipo
de la gloria que esperamos.
Recuerdo de la muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Por lo mismo, es
también el domingo la gran ocasión para la proclamación del kerigma cristiano. “Porque
os transmití en primer lugar -escribe San Pablo- lo que yo a mi vez recibí por tradición:
que Cristo murió por nuestros pecados, según la Escritura, y que fue sepultado y que
ha resucitado al tercer día, según las Escrituras” (1Cor 15,3-4).
Antes que él, San Pedro, de viva voz, en casa del centurión Cornelio en Cesarea, decía:
“Nosotros somos testigos de cuanto obró Jesús de Nazaret, tanto en el país de los
judíos como en Jerusalén; a quien, llegaron a matar colgándolo de un madero. A éste
Dios lo resucitó al tercer día” (Act 10, 39-40). Lo mismo que había testificado en
su primer sermón al pueblo, el día de Pentecostés. “Vosotros -decía- dentro del. plan
prefijado por Dios, habiéndole entregado, entregándole por mano de hombres inicuos,
le disteis la muerte, por cuanto no era posible que él -Jesús-, quedase bajo su dominio”
(Act 2, 23-24). El misterio de la muerte y de la resurrección de Jesucristo es y será
siempre el objeto fundamental de la predicación cristiana.
Recuerdo y promesa de la resurrección: en Jesucristo y en cada uno de los miembros
vivos de su Cuerpo Místico. Por ello, la Madre Iglesia, en este primer día de la semana,
en este primero entre todos los Domingos del año, nos amonesta con palabras del Apóstol:
“Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba donde está Cristo
sentado a la derecha de Dios” (Col 3, 1). Pues sea siempre Jesucristo nuestro gran
amor, nuestra aspiración suprema, nuestro ideal, nuestro programa y nuestra vida.
Con él, y en él, seremos revestidos de la gloria de Dios.