Martes, 22 mar (RV).- Hemos entrado en una semana que tiene un final luminoso en el
Domingo de Resurrección, pero que para llegar a gozar de todo este esplendor nos hace
pasar, primero, a través de la oscuridad de estos días de pasión. En torno a una mesa
preparada para la fiesta, oiremos palabras que nos entristecen: Jesús denuncia una
traición, madurada en el grupo de sus amigos más íntimos, y anuncia una negación,
que realizará, precisamente, el discípulo en el que ha depositado toda su confianza,
Pedro. Quizás nada podrá parar la violencia que se abatirá sobre el hombre más manso,
y que es el Dios más indefenso. Sólo nos animan las palabras proféticas que nos describen
una fidelidad a toda prueba y un confiado abandono en Dios.
En la profecía de Isaías encontramos hoy un momento dramático. El Siervo del Señor
ha entrado en el desánimo: “En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado
mis fuerzas”. Pero, incluso, en este desaliento confirma su confianza en el Señor:
“en realidad mi derecho lo llevaba el Señor, mi salario lo tenía mi Dios”. Y después
la palabra del Señor ilumina toda la situación: este período de dificultad es sólo
la condición para una apertura más grande. “Es poco que seas mi siervo y restablezcas
las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las
naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”.
En el Evangelio encontramos una perspectiva análoga. La primera cosa que se nos dice
es verdaderamente dramática: “Jesús, profundamente conmovido, dijo: «os aseguro que
uno de vosotros me va a entregar»”. La misión de Jesús con los Apóstoles parece haber
terminado en un fracaso: es una derrota terrible, para un Maestro tan bueno, ser traicionado
por uno de sus discípulos, por uno de sus Doce íntimos, como afirma con insistencia
el Evangelio.
Pero Jesús no permanece en esta turbación profunda. También Él es iluminado por Dios
y, después de que sale Judas, sus palabras no son de derrota sino de victoria: “Ahora
es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en Él”. Es una visión divina.
Jesús ve las cosas en profundidad, no se queda en las apariencias, ve la acción de
Dios, incluso en las realidades humanas más espantosas: la más profunda humillación
es ocasión para una inmensa gloria. En el momento en que acepta todas las humillaciones,
se cumple la redención del mundo, y se realiza la profecía de Isaías, para la gloria
del Padre. Él es el grano de trigo que acepta caer en tierra y morir y de este modo
dar mucho fruto: la salvación divina alcanza hasta el confín de la tierra.
Es para nosotros una llamada y una gran consolación. El Señor Jesús con su pasión
nos muestra el modo para reconocer en las tribulaciones la acción divina y para acoger
toda dificultad como una ocasión para glorificar a Dios.
Pero no es con nuestras fuerzas como podremos realizar todo esto. Sólo cuando el Señor
nos llama podremos andar por este difícil camino, pero camino divino. En cada dificultad
Jesús nos hace comprender que con la prueba Él nos da también la gracia y nos une
a sí mismo. Y entonces podremos, en la fe, alegrarnos de estar unidos a Él en el sufrimiento
para poder estarlo también en la gloria. Es difícil, lo sabemos por experiencia cotidiana.
Pero, justamente, esta es la vocación cristiana: unirnos al misterio de la muerte
y de la resurrección de Jesucristo para transformarnos y transformar el mundo desde
la paciencia y la confianza.
San Ignacio de Antioquía preparándose al suplicio, decía: “Cuando seré inmolado con
mi Señor, entonces seré cristiano”.
Pidamos la gracia de saber reconocer en la tribulación la acción de Dios que transforma
nuestra vida y la hace fecunda.