2004-12-09 13:45:01

Los cristianos deben escuchar el grito de los refugiados que piden ayuda y promover una sociedad más abierta y solidaria. Mensaje Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2005


Jueves, 9 dic (RV).- “Como centinelas, los cristianos deben ante todo escuchar el grito de tantos inmigrantes y refugiados que piden ayuda, y luego deben promover, con un compromiso activo, perspectivas de esperanza, que anticipen el alba de una sociedad más abierta y solidaria. A ellos, en primer lugar, corresponde descubrir la presencia de Dios en la historia, incluso cuando todo parece estar aún envuelto en las tinieblas”. Con este deseo - que transforma en “oración al Dios que quiere reunir en torno a sí a todos los pueblos y a todas las lenguas” (cf. Is 66, 18) - Juan Pablo II concluye su Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2005, que se celebrará el próximo 16 de enero.

“La Integración intercultural”, es el lema de este Mensaje del Papa que ha sido presentado, esta mañana, en la Oficina de Prensa de la Santa Sede y en el que el Santo Padre se refiere, precisamente, al fenómeno migratorio desde el punto de vista de la integración. Tras recordar, a este respecto, la reciente Instrucción «Erga migrantes caritas Christi» (cf. nn. 2, 42, 43, 62, 80 y 89) – en la que “la integración no se presenta como una asimilación, que induce a suprimir o a olvidar la propia identidad cultural” - Juan Pablo II profundiza en algunas implicaciones del aspecto intercultural.

Señalando el “conocido conflicto de identidad que a menudo se verifica en el encuentro entre personas de culturas distintas” - aunque no falten elementos positivos - el Papa recomienda que “en nuestras sociedades, marcadas por el fenómeno global de la migración, es preciso buscar un justo equilibrio entre el respeto de la propia identidad y el reconocimiento de la ajena”. En efecto, subraya luego Juan Pablo II “es necesario reconocer la legítima pluralidad de las culturas presentes en un país, en compatibilidad con la tutela del orden, del que dependen la paz social y la libertad de los ciudadanos”.

Aún más, el Santo Padre reitera que “se deben excluir tanto los modelos fundados en la asimilación - que tienden a hacer que el otro sea una copia de sí - como los modelos de marginación de los inmigrantes, con actitudes que pueden llevar incluso a la práctica del apartheid. Es preciso seguir el camino de la auténtica integración (cf. Ecclesia in Europa, 102), con una perspectiva abierta, que evite considerar sólo las diferencias entre inmigrantes y autóctonos” (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2001, n. 12).

Surge así – afirma el Papa – “la necesidad de diálogo entre hombres de culturas diversas en un marco de pluralismo que vaya más allá de la simple tolerancia y llegue a la simpatía”. Pues “una simple yuxtaposición de grupos de emigrantes y autóctonos tiende a la recíproca cerrazón de las culturas, o a la instauración entre ellas de simples relaciones de exterioridad o de tolerancia”. Lo que se debería promover, en cambio, es “una fecundación recíproca de las culturas”. Que supone “el conocimiento y la apertura de las culturas entre sí, en un marco de auténtico entendimiento y benevolencia”.

Juan Pablo II recuerda que los cristianos “pueden ofrecer sólidas perspectivas de entendimiento mutuo”, conjugando “el principio del respeto de las diferencias culturales con el de la tutela de los valores comunes irrenunciables, porque están fundados en los derechos humanos Universales”. De aquí brota el clima de ‘racionabilidad cívica’ que permite una convivencia amistosa y serena. Una vez más, el Santo Padre destaca que los cristianos, “si son coherentes consigo mismos, no pueden pues renunciar a predicar el Evangelio de Cristo a todas las gentes” (cf. Mc 16, 15), “respetando la conciencia de los demás y practicando siempre el método de la caridad”. Evocando sus numerosos encuentros con los jóvenes de todo el mundo, el Pontífice exhorta a todos los creyentes a “ser centinelas de la mañana”.

El Mensaje del Papa ha sido presentado por el cardenal Stephen Fumio Hamao, presidente del Consejo Pontificio para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, junto con mons. Marchetto y el padre Blume, secretario y subsecretario, respectivamente, del mismo dicasterio. El purpurado ha destacado que Juan Pablo II nos recuerda, en este documento, que las comunidades multiculturales e internacionales son testimonios significativos de educación a la comunión entre pueblos, razas y culturas.

El arzobispo Agostino Marchetto ha puesto de relieve que uno de los desafíos más difíciles del tercer milenio es el de aprender a vivir unidos en la diversidad y en la multiplicidad de las culturas, etnias y religiones, compartiendo nuestra común humanidad.

El padre Michael Blume ha hecho hincapié en que los emigrantes en el mundo son unos 175 millones, de los que 56 millones se encuentran en Europa. Otros cincuenta en Asia; aproximadamente 41 millones en Estados Unidos, mientras que en África son unos 16 millones y 6, respectivamente, en América Latina y Oceanía.


MENSAJE DEL PAPA PARA LA JORNADA MUNDIAL DEL EMIGRANTE Y DEL REFUGIADO 2005

La integración intercultural
Queridos hermanos y hermanas:
1. Se aproxima la Jornada del Emigrante y del Refugiado. En el Mensaje anual, que suelo enviaros con esta ocasión, quisiera referirme, esta vez, al fenómeno migratorio desde el punto de vista de la integración.
Muchos utilizan esta palabra para indicar la necesidad de que los emigrantes se inserten de verdad en los países de acogida, pero el contenido de este concepto y su práctica no se definen fácilmente. A este respecto, me complace trazar su marco recordando la reciente Instrucción «Erga migrantes caritas Christi» (cf. nn. 2, 42, 43, 62, 80 y 89).
En ella la integración no se presenta como una asimilación, que induce a suprimir o a olvidar la propia identidad cultural. El contacto con el otro lleva, más bien, a descubrir su «secreto», a abrirse a él para aceptar sus aspectos válidos y contribuir así a un conocimiento mayor de cada uno. Es un proceso largo, encaminado a formar sociedades y culturas, haciendo que sean cada vez más reflejo de los multiformes dones de Dios a los hombres. En ese proceso, el emigrante se esfuerza por dar los pasos necesarios para la integración social, como el aprendizaje de la lengua nacional y la adecuación a las leyes y a las exigencias del trabajo, a fin de evitar la creación de una diferenciación exasperada.
No trataré los diversos aspectos de la integración. En esta ocasión, sólo deseo profundizar con vosotros en algunas implicaciones del aspecto intercultural.

2. De todos es conocido el conflicto de identidad que a menudo se verifica en el encuentro entre personas de culturas diversas. En ello no faltan elementos positivos. Al insertarse en un ambiente nuevo, el inmigrante con frecuencia toma mayor conciencia de quién es, especialmente cuando siente la falta de personas y valores que son importantes para él.
En nuestras sociedades, marcadas por el fenómeno global de la migración, es preciso buscar un justo equilibrio entre el respeto de la propia identidad y el reconocimiento de la ajena. En efecto, es necesario reconocer la legítima pluralidad de las culturas presentes en un país, en compatibilidad con la tutela del orden, del que dependen la paz social y la libertad de los ciudadanos.
En efecto, se deben excluir tanto los modelos fundados sobre la asimilación, que tienden a hacer que el otro sea una copia de sí, como los modelos de marginación de los inmigrantes, con actitudes que pueden llevar incluso a la práctica del apartheid. Es preciso seguir el camino de la auténtica integración (cf. Ecclesia in Europa, 102), con una perspectiva abierta, que evite considerar sólo las diferencias entre inmigrantes y autóctonos (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2001, n. 12).

3. Así surge la necesidad del diálogo entre hombres de culturas diversas en un marco de pluralismo que vaya más allá de la simple tolerancia y llegue a la simpatía. Una simple yuxtaposición de grupos de emigrantes y autóctonos tiende a la recíproca cerrazón de las culturas, o a la instauración entre ellas de simples relaciones de exterioridad o de tolerancia. En cambio, se debería promover una fecundación recíproca de las culturas. Eso supone el conocimiento y la apertura de las culturas entre sí, en un marco de auténtico entendimiento y benevolencia.
Además, los cristianos, por su parte, conscientes de la trascendente acción del Espíritu, saben reconocer la presencia en las diversas culturas de «valiosos elementos religiosos y humanos» (cf.
Gaudium et spes, 92), que pueden ofrecer sólidas perspectivas de entendimiento mutuo.
Obviamente, es preciso conjugar el principio del respeto de las diferencias culturales con el de la tutela de los valores comunes irrenunciables, porque están fundados en los derechos humanos universales. De aquí brota el clima de «racionabilidad cívica» que permite una convivencia amistosa y serena.
Los cristianos, si son coherentes consigo mismos, no pueden pues renunciar a predicar el
Evangelio de Cristo a todas las gentes (cf. Mc 16, 15). Obviamente, lo deben hacer respetando la conciencia de los demás y practicando siempre el método de la caridad, como ya recomendaba san Pablo a los primeros cristianos (cf. Ef 4, 15).
4. La imagen del profeta Isaías que he recordado varias veces en los encuentros con los jóvenes de todo el mundo (cf. Is 21, 11-12) podría utilizarse también aquí para invitar a todos los creyentes a ser «centinelas de la mañana». Como centinelas, los cristianos deben ante todo escuchar el grito de tantos inmigrantes y refugiados que piden ayuda, y luego deben promover, con un compromiso activo, perspectivas de esperanza, que anticipen el alba de una sociedad más abierta y solidaria. A ellos, en primer lugar, corresponde descubrir la presencia de Dios en la historia, incluso cuando todo parece estar aún envuelto en las tinieblas.
Con este deseo, que transformo en oración al Dios que quiere reunir en torno a sí a todos los pueblos y a todas las lenguas (cf. Is 66, 18), envío a cada uno con gran afecto mi bendición.
Vaticano, 24 de noviembre de 2004
IOANNES PAULUS PP. II







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